AMOR Y UNIFORMIDAD en el BARROCO HISPANO

Iván Sánchez Llanes

IES Antonio López García – Comunidad de Madrid
ivan.sanchez156@educa.madrid.org

1. Introducción

Después del Concilio de Trento se publicaron en tierras hispanas numerosos tratados, en los que se detallaban las normas y objetivos de la disciplina social católica (Po-Chia Hsia, 2010). Un buen ejemplo se puede encontrar en Guía de pecadores, escrita por fray Luis de Granada y publicada en 1578. En esta obra se afirmaba que «Dios crió las cosas maravillosamente, assí las dispuso muy ordenadamente: para que assí se conservasen y permaneciesen en su ser» (Granada, 1578: 131). Por este motivo, aquellos individuos que se resistiesen «a la disposición y orden del criador» y únicamente atendiesen a su voluntad sufrirían «la guerra y la rebelión dentro de sí» (1578: 131). Esta circunstancia se debía a que «todos los pecados originalmente nacen del amor propio» (1578: 131; Force, 2003). La concupiscencia, que se expresaba a través del «amor de los deleites, de la hacienda y de la honra», provocaba que el individuo se preocupase exclusivamente de sí mismo (Continisio, 1999). Esta negligente actitud vital exigía una rectificación, pues, en opinión de fray Luis de Granada, «la charidad bien ordenada empieça de sí mismo» (1578: 335).

Este religioso recordaba que la «pequeña república del hombre» debía estar «bien ordenada», para lo cual resultaba imprescindible que el individuo realizase correctamente el juicio moral susceptible de ser aplicado a cualquier acción propia o ajena (1578: 336). En esta «república del hombre» existían «dos partes principales» que debían ser reformadas para alcanzar la virtud cristiana. Estas partes principales eran «el cuerpo con todos sus miembros, y sentidos, y el ánima con todos sus afectos, y potencias» (1578: 336). Su adecuación a las exigencias morales y factuales de la disciplina social católica era el modo virtuoso de conformarse «a la disposición y orden del criador». Todo ello desembocaba en la caridad que, entendida como vita activa, actuaba como nexo fundamental e insustituible de la cosmovisión del Barroco hispano.

En esta coyuntura discursiva se estableció la comprensión básica del amor en su dimensión política, que se mantuvo vigente sin modificaciones significativas hasta finales del siglo xvii (Viejo Yharrassarry, 2006: 73-92). Un buen ejemplo de la ubicación del amor en la cúspide de la taxonomía conceptual del Barroco hispano se puede encontrar en la obra titulada Verdadero gobierno de esta monarquía, escrita por Tomás Cerdán de Tallada y publicada en 1581. En esta obra, que se debe situar en la misma coyuntura discursiva que la composición analizada anteriormente, se afirmaba que para garantizar el bien común «tenemos y valgamos de la sagrada escritura [...], y del dicho precepto del amor al prójimo» (1581: 41). Desde esta perspectiva, la caridad debía generar el bien común que garantizase la conservación del reino. Este lenguaje político se fundamentaba en un abstracto ius amicitiae que se entendía como una comunión de bienes anterior al derecho positivo (Clavero, 1991: 62).

Esta comprensión no fue exclusiva de los defensores de la buena razón de estado, sino que otros muchos autores de inspiración tacitista también asumieron los argumentos del ordo amoris. En 1640, Diego Saavedra Fajardo publicó la obra titulada Idea de un príncipe político cristiano en cien empresas, en la que se describían los fundamentos básicos del oficio regio. En la empresa número XXXVIII se recordaba que los reyes debían «mantener sus Personas y Estados con el amor de los Súbditos, que es la más fiel guarda, que pueden llevar cerca de sí» (1640: 136). También se advertía sobre los peligros de no atender a esta máxima política: «el primer principio de la eversión de los Reynos, y de las mudanzas de las Repúblicas, es el odio. [...]. Procure el Príncipe ser amado de sus Vasallos, y temido de sus Enemigos: porque sino, aunque salga vencedor de éstos, morirá a manos de aquéllos» (1640: 137). Esta comprensión del amor se ideó para superar las limitaciones estructurales de una monarquía basada en la yuxtaposición de distintos reinos (Fernández Albaladejo, 2009: 12).

A continuación se analiza cómo el amor en su dimensión teológica, antropológica y judicial podía generar la uniformidad moral y factual del individuo. Es decir, la conformidad y consonancia existente entre dos amantes se debía a la necesidad de alcanzar una perfecta simbiosis, y para ello se concebía imprescindible homogeneizar los caracteres, pensamientos y demás expresiones corporales del individuo respecto a la persona, idea o cosa amada.

2. Amor y uniformidad en el pensamiento del Barroco hispano

A finales del siglo xvi esta comunicación afectiva fue implementada de forma recurrente por otros muchos autores, que también reflexionaron sobre las distintas exigencias y estrategias de la disciplina social católica. En este sentido, puede resultar interesante aportar una primera definición de uniformidad que permita identificar y concretar un significado básico de la misma. En 1611, Sebastián de Covarrubias publicó Tesoro de la lengua castellana o española, en el cual la voz «uniforme» se define como aquello «que es igual, y de una forma». Esta definición se puede completar con la información aportada en el Diccionario de autoridades, en el que se pueden observar dos acepciones de «uniformidad». La primera de ellas se refiere exclusivamente a la «correspondencia, semejanza, o igualdad de una cosa con otra». En la segunda acepción, «se toma también por concordia, u correspondencia en los pareces, u ánimos». Estas definiciones permiten vislumbrar inicialmente cómo la uniformidad también se vinculaba a una simetría o equivalencia de opiniones entre individuos.

2.1. La uniformidad amorosa en la tratadística del Barroco hispano

La conexión establecida entre el amor y la uniformidad ofrece múltiples perspectivas, razón por la cual a continuación se analizan aquellas que se consideran más relevantes. En este sentido, se puede destacar la obra titulada Tratado del amor de Dios, escrita por Cristóbal de Fonseca y publicada en 1592. Este religioso de la Orden de San Agustín ofrecía distintas definiciones del amor, comenzando por la más mundana y popular: «[el amor es] un no sé qué, que hiere no sé con qué, y abrasa no sé de qué manera» (1592: 29). A continuación se afirmaba que el amor es «una lazada que enlaza al amante y al amado» (1592: 10; Lander, 1994). Consignada su condición de «virtud unitiva y recíproca», se podía recordar que el amor también era «una afición voluntaria, de gozar con unión la cosa que es tenida por buena». Cristóbal de Fonseca concluía, apoyándose en esta ocasión en santo Tomás, que «esta passión es una complacencia que pone la cosa amada en la voluntad del que ama». Seguidamente se afirmaba que el amor se distinguía por ser «fuerte, osado y animoso». El carácter totalizador del amor se debía a la «jurisdicción universal» que ejercía sobre los individuos indistintamente de su condición o calidad. Se establecía así una suprema iurisdictio ajena a los condicionamientos jurídicos, pues la libertad no se concebía fuera de los límites del amor confesionalmente definido (Iñurritegui Rodríguez, 1998: 55).

Sin embargo, Cristóbal de Fonseca creía que el poder del amor no se limitaba a su capacidad para aunar voluntades. Según este autor, el objetivo de «los que se aman» es «bolverse de dos uno» (1592: 42). Esta «mudanza» se producía como consecuencia de «una transformación del que ama», siendo esta de carácter exclusivamente «espiritual o moral» (1592: 42). Esta mutación se debía a la capacidad del amor para apoderarse del alma del individuo, ya que «el que ama está muerto en el cuerpo propio, y vivo en el ageno» (1592: 34). En opinión de Cristóbal de Fonseca esta asimilación o transformación del amante se debía al conocimiento que causaba el amor: «y si el amor es recíproco, viene a ser recíproco el efecto» (1592: 46). Además, las potencias del alma sucumbían a este imperativo moral, ya que el «entendimiento» para comprender «las cosas, desnúdalas de todo material, y espiritualízalas, y allegadas a sí, y hazelas sus semejantes, y assí las entiende» (1592: 47). La «voluntad», por su parte, perseguía «las cosas que ama, y abrazese con ellas, hazese semejantes a ellas». Cristóbal de Fonseca concluía sus reflexiones sobre el carácter homogeneizador del amor afirmando que el «entendimiento» del individuo se asimilaba metafóricamente al «sello», el cual «haze semejante a sí la materia en que se imprime: la voluntad, a la cera blanda, en quien se imprime con facilidad la figura de cualquier cosa que por amor se le avecina» (1592: 47).

El amor se debía entender antropológicamente como una comunicación fundada en la alteridad, cuya reciprocidad moral y/o espiritual generaba en el individuo una voluntad homogeneizada respecto a la persona, idea o cosa amada. Además, este proceso en su conjunto provocaba el extrañamiento y asunción del individuo, es decir, se incardinaba la violencia y el amor en una misma acción como reflejo de la alteridad caritativa que regía la taxonomía conceptual barroca (Sánchez Llanes, 2018: 517). El individuo era violentado como consecuencia de la necesidad-obligación de abandonar su cuerpo físico. Por el contrario, la asunción del individuo se lograba al aceptar la virtud de aquello que se amaba. Se entendía que rechazar la naturaleza primigenia del individuo para aceptar la esencia del amado desembocaba invariablemente en una mutación de la identidad en el primero. El amor propio, entendido como la expresión primigenia de la naturaleza del individuo pecaminoso, debía ser sustituido por la alteridad caritativa, pues solo a través de ella se podía garantizar la obtención de la virtud.

En 1599, Francisco Arias publicó la obra titulada Libro de la imitación de Cristo Nuestro Señor. Este jesuita afirmaba al comienzo de su composición que la obligación de todo cristiano consistía en edificar «una casa espiritual, y un templo vivo, que sea morada digna del mismo Dios» (1599: 1). Esta «casa espiritual» se correspondía con la voluntad del cristiano, que se debía definir moralmente según el ejemplo bíblico como consecuencia del amor Dei: «a los que Dios ab eterno conoció aprobándolos, a estos en la misma eternidad con firme determinación ordenó, que fuesen conformes, y semejantes a su hijo, que es imagen perfectíssima de el mismo Padre eterno» (1599: 2). Afloraba así la disciplina social católica, ya que «todos los demás preceptos» se ordenaban a partir de «esta imitación de sus virtudes» (1599: 4).

La reproducción del ejemplo bíblico «era para todos necessaria» sin distinción de género, condición o procedencia, es decir, «para principiantes, y para aprovechados en la virtud, para imperfectos, y para perfectos en la vida Christiana» (1599: 5). Reproducir sin mácula el modelo divino totalizaba la consecución de la virtud, pues «en ella se halla, lo que es de precepto, y lo que es de consejo, lo que es necessario para la gracia, y para la gloria» (1599: 5). Dios concitó a la humanidad «con aquel pregón universal, que hizo en la plaça del mundo, ardiendo en fuego de amor, y desseando entrañablemente la salud de todos» (1599: 5). No obstante, ese amor, destinado a promover la gestación de un individuo homogeneizado según la virtud divina, también exigía que por «la guarda de tu ley» los fieles cristianos fuesen «atormentados, y entregados a la muerte todo el tiempo de la vida», para ser «juzgados, y tratados como ovejas diputadas para ser muertas en la carnicería, para sustentación de los hombres» (1599: 7). En la legitimidad vital que se construía, derivada de la imitación de Cristo y la disciplina social resultante, confluían en un binomio indisoluble el amor y la violencia que se expresaba a través de la denominada «cultura del padecimiento» característica de la cosmovisión barroca (R. de la Flor, 2012: 63).

En conexión con todo ello se puede recordar que en 1565 santa Teresa de Jesús se había pronunciado de un modo muy parecido en su obra titulada El libro de la vida, en la que se describía el dolor corporal provocado por el amor de Dios: «Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, [...]. Veíale en las manos un dardo de oro largo [...]. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces [...]. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios» (2000: 550-555). Sin pretender simplificar el proceso teológico y antropológico de esta comunicación amorosa, se podría afirmar que la violencia ejercida por el ángel de santa Teresa de Jesús permitía conocer intensamente la verdad del «mundo celestial» a través del «mundo carnal». Se trataba, por tanto, de establecer una comunicación afectiva entre dos esferas de conocimiento que aparentemente resultaban ser antitéticas, pero que en verdad se necesitaban, completaban y perfeccionaban. La violencia era el modo de conocer e interiorizar el amor Dei, que se expresaba a través de la anterior para alcanzar la redención virtuosa. Y así lo entendía Francisco Arias en 1599, ya que Cristo ejemplificó la virtud divina «ardiendo en fuego de amor».

Se puede afirmar, atendiendo a las reflexiones de los autores antes analizados, que en el planteamiento realizado por Francisco Arias confluían en un ejercicio de circularidad el amor, la violencia y la homogeneidad. Es decir, el amor, entendido primeramente como un acto de violencia corporalmente intrínseco, imponía la implementación de una uniformidad moralmente aceptable, que permitía disfrutar de las virtudes cristianas para alcanzar el reino de los cielos. Emergía de este modo un poder pastoral de estricta fundamentación amorosa, cuya implementación pretendía anular al individuo a través del control de su conciencia (Foucault, 2008; González Polvillo, 2011). Este ejercicio de uniformidad permitía abandonar el laberinto del «mundo carnal» (R. de la Flor, 2005: 87-92), pues el amor se comprendía desde esta perspectiva como una manifestación de la fortaleza y templanza del individuo. Se imponía una comunicación amorosa de carácter diáfano y transparente, que se fundamentaba en un «retirarse de sí mesmo», es decir, se debía prescindir del amor propio inherente a la condición humana. Este proceso homogeneizador debía facilitar la adquisición del tan anhelado «desengaño» espiritual (R. de la Flor, 2005: 102). La uniformidad amorosa habilitaba también la conformación de una comunidad política regida por la virtud, cuyas ordenadas costumbres garantizaban la consecución del bien común (Chaparro, 2012: 81-100).

En conexión con todo ello puede resultar interesante recordar la idea planteada por el politólogo francés Julien Freund, según la cual el poder legítimamente establecido que evita imponer su auctoritas desde el «decisionismo» ha de ser entendido como «una manera de anular, en nombre de una idea no conflictiva de la sociedad, no solo al enemigo exterior, sino también al interior y a las opiniones divergentes» (Molina-Cano, 2009: 278). Es decir, se creía que con la implementación de esta homogeneidad amorosa sería posible evitar el conflicto en el interior de la comunidad política, para lo cual resultaba imprescindible potenciar e instrumentalizar la violencia sufrida por el individuo como consecuencia de sus pulsiones amorosas, que debían ser extirpadas mediante la inoculación del imperativo moral de imitar el ejemplo bíblico. Se podría afirmar que para evitar la violencia en el seno de la comunidad política se individualizaban las tentativas de ese mismo conflicto, el cual se reubicaba en la «contienda espiritual» del creyente cristiano que en función de la lógica de la homogeneidad amorosa se redefinía y transformaba en obediencia. El objetivo consistía en domesticar y atomizar la violencia intrínseca de la comunidad política, cuya identidad se debía construir a partir del amor confesionalmente definido que se profesaba al rey. De este modo las divergencias identitarias provocadas por la yuxtaposición como forma de asociación comunitaria se podían diluir en una única matriz política.

En 1600, san Juan de los Ángeles publicó la obra titulada Lucha espiritual entre Dios y el alma. Este religioso de la Orden de los Descalzos Menores afirmaba inicialmente que «quien no ama, no tiene vida» (1600: 36). Seguidamente se recordaba que en cualquier supuesto el amor siempre hería el corazón del individuo, gobernando su voluntad y apoderándose de su alma. Se recordaba también que el verbo «herir» según «la letra Hebrea» significaba «descoraçonar, o hechizar», ya que las exigencias del amor «sacan al que ama de sí» (1600: 37). San Juan de los Ángeles aseguraba que Dios interpeló amorosamente a Lucifer para que imitase su ejemplo virtuoso: «Ponme como sello sobre tu coraçón, y sobre tu braço» (1600: 40). Como indicaba san Juan de los Ángeles, la acción de «sellar» al individuo permitía inocular las directrices básicas de la disciplina social católica en el mismo. Esta petición se convertía en una exigencia, ya que estaba taxativamente prohibido «que ninguna otra cosa se imprima» en el alma «ni interior, ni exteriormente» (1600: 40).

San Juan de los Ángeles concluía que el individuo debía tener «estampado y retratado al vivo en el alma, y en el cuerpo» el ejemplo bíblico, pues todas las acciones indistintamente de su naturaleza o propósito se debían conformar a este último (1600: 40). San Juan de los Ángeles se mostraba más explícito al afirmar que el «ojo que hiere y lastima a Dios», es decir, aquello que hechizaba la voluntad divina era «la uniformidad de nuestros deseos enderezados a él con perseverancia» (1600: 53). Esta homogeneidad amorosa debía incardinar también la aceptación acrítica por parte del individuo de este imperativo moral, ya que la virtud únicamente se lograría si las acciones del mismo se circunscribían a «enderezar» «uniformemente nuestros pensamientos sin mudanza de semblantes de ánimo» al ejemplo divino (1600: 53).

2.2. La implementación política de la homogeneidad amorosa en el Barroco hispano

La inclusión de estas ideas en la cosmovisión del Barroco hispano se puede observar en la obra titulada Excelencias de la Monarquía y Reino de España, que fue escrita por Gregorio López Madera y se publicó en 1597. En su primer capítulo se afirmaba que «todos los reynos fueron constituidos debajo de opinión de iusticia y para ampararse con ella los hombres y ocurrir a todos los inconvenientes y daño que podía tener el juntarse en Repúblicas y pueblos» (1597: 19). Además, se recordaba que cualquier comunidad política se podía malograr si carecía de un líder encargado de guiar a los ignorantes, reprimir a los delincuentes y premiar a los virtuosos. Se debía influir en todos los individuos de la comunidad política «para que se ayuden unos a otros; pues quedó por el pecado la charidad tan resfriada que [...] todos buscarían solamente su provecho sin respeto de los próximos si no estuviesen ligados con esta manera de gobierno» (1597: 19-20). Después de identificar a la justicia y la caridad como los nexos fundamentales de la sociabilidad política, se defendía que el mejor sistema para gobernar una comunidad política era la monarquía, cuya perfección era posible porque

parece contener en sí una República el modelo y traça de toda la naturaleza en que está el rey gobernando y representando el oficio que Dios haze en todo el mundo; que es lo que también dijo Plutarco, que el príncipe es una semejanza de Dios que administra y govierna todas las cosas (1597: 22).

Equiparar al monarca con Dios era una afirmación habitual en el pensamiento político de la época. Esta equivalencia simbólica permitía sublimar la imagen del monarca, ya que la absorción e implementación de la virtud divina por su parte debía favorecer la asunción acrítica de la autoridad regia. El gobierno monárquico totalizaba las distintas esferas de comprensión y actuación del individuo, pues era «el modelo y traça de la naturaleza» en su conjunto. Si desde esta perspectiva Dios definía el mundo, el rey determinaba la comunidad política. El monarca se convertía en la prima forma que debía gestar y definir el reino como consecuencia de ser «una semejanza de Dios» y realizar «el oficio que Dios haze en todo el mundo». El rey debía premiar a los virtuosos y castigar-corregir a los pecadores para que imitasen el ejemplo divino, cuyo primer referente en la tierra era el príncipe soberano como juez supremo de la comunidad política. Por lo tanto, se puede observar cómo en una obra de estas características se concitaban la caridad, la uniformidad y la justicia en el oficio regio, cuyo despliegue e influencia en la comunidad política se producía a través de la teoría del poder descendente.

En 1601, Francisco Lucio Ortiz publicó Tratado único del príncipe y juez christiano. Este religioso de la Orden de San Francisco consignaba inicialmente que el rey debía ser el médico capaz de sanar las enfermedades que pudiese padecer su reino. Se aseguraba también que la prudencia era la virtud más importante para desempeñar correctamente el oficio de príncipe y juez. Seguidamente se procedía a describir el oficio del rey-pastor, el cual era un «quebrantamiento, [...] de servir a sus ovejas, y de mucho cuidado y vigilancia» (1601: 26; Sánchez Llanes, 2016: 129-154). Por este motivo el príncipe debía recorrer sus reinos para conocer, castigar y enmendar los vicios de sus súbditos. Además, la correcta administración de la justicia generaría una reciprocidad amorosa que acrecentaría la autoridad de la Corona: «el amor se paga con otro amor» (1601: 28; Hespanha, 1997: 25-56). En relación a la conservación de la comunidad política, este autor recordaba que «los reynos andan de mano en mano, y los van quitando por injusticias» (1601: 29). Los jueces debían castigar con aspereza a los delincuentes y tratar con amor a los virtuosos para evitar discordias y alteraciones en la comunidad política, siendo imprescindible para ello disfrutar de la «llaneza de hombres y majestad de Rey». Esta dualidad permitiría asegurar el bien común en el reino, pues se creía que «no ay paz donde ay pecadores».

Asimismo, se advertía que el rey no debía ser un «tyrano mandón» que maltratase y humillase a sus súbditos. La virtud del rey debía asegurar la correcta elección de los jueces, pues de ellos dependía que la paz fuese una constante en la comunidad política. El quinto capítulo de esta obra se titulaba «Que los Juezes sean semejantes a Dios», pues de este modo se evitaría que la justicia fuese un cúmulo de abusos y vejaciones (1601: 40-41). Esta comprensión era un lugar común en la cosmovisión del Barroco hispano. No obstante, si se atiende al contexto discursivo analizado anteriormente se puede concluir que la homogeneidad amorosa también determinaba la administración de la justicia, la cual se ubicaba en la cúspide de la taxonomía conceptual y organizativa de los siglos xvi y xvii. Este deseo de imitar el ejemplo bíblico se debía a que «Dios no es Juez apassionado, porque no tiene ojos de carne» (1601: 41), siendo imposible que sucumbiese a las desaforadas exigencias del apetito concupiscible como ocurría en el común de los mortales. Según estas afirmaciones, se puede inferir que la homogeneidad amorosa resultaba imprescindible en la administración de la justicia «porque la voluntad de Dios no puede errar» (1601: 41). Todo ello permitiría a los jueces quitar «los malos exemplos y escándalos, para que los súbditos vivan seguramente, sin ocasión de pecar». Además, si el juez no fuese el médico de la comunidad política, el pecado se extendería por toda ella sin posibilidad de remisión.

Francisco Lucio Ortiz también recordaba que el profeta Zacarías describía a los jueces de un modo muy distinto, los cuales podían actuar como «un pastor loco» «que con mal exemplo desollavan, y con avaricia comían las carnes de sus ovejas, sin pena ni dolor» (1601: 45-46). Estos impíos y pecaminosos jueces creían que no debían vigilar y defender a sus ovejas, pues únicamente deseaban disfrutar de los beneficios derivados de su explotación. Esta dejación de sus funciones en forma de amor propio desembocaba invariablemente en la ruptura de la paz interior de la comunidad política. Las reflexiones de Francisco Lucio Ortiz permiten comprender la importancia de la justicia natural en la configuración e implementación del concepto de uniformidad en la cosmovisión del Barroco hispano (Sánchez Llanes, 2020: 311-328). Y todo ello adquiría una mayor trascendencia política si se atiende a la consideración del monarca como juez supremo del reino según la teoría del poder descendente. Una idea que fue asumida y proyectada por Gregorio López Madera, pues en su opinión «el príncipe es una semejanza de Dios que administra y govierna todas las cosas».

3. Conclusiones

En función de la perspectiva de análisis adoptada, se puede concluir que el amor generaba la necesidad vital de asimilarse a aquello que se amaba. Se establecía una correspondencia espiritual y moral que desembocaba en la conformación de una única voluntad. Desde una óptica esencialmente política, el amor permitía generar un principio de unidad que trascendía los imperativos legales legítimamente establecidos. En cambio, si se atiende a las consideraciones teológicas y antropológicas detalladas anteriormente, se puede observar que el amor también generaba una homogeneidad pretendidamente perfecta.

La lógica amorosa imponía una secuencia organizativa basada en la teoría del poder descendente, en la que el rey era la representación de Dios en la tierra. Esta circunstancia exigía que los magistrados designados por el monarca para administrar justicia recreasen el ejemplo bíblico. Es indudable que la implantación del ejemplo bíblico imponía la obligación de juzgar con equidad. Además, resulta imprescindible recordar que en opinión de Francisco de Vitoria la justicia se debía entender como un acto fundamentado en la alteridad: «[...] la justicia dice es igualdad; ahora bien, la igualdad es en orden a otra cosa; luego la justicia es en orden a otro» (2003: 37). No obstante, el análisis del contexto discursivo del amor a finales del siglo xvi permite observar que la correcta administración de la justicia también se regía por un principio de uniformidad no explicitado, cuyo referente era Dios a través del rey que se concretaba en los jueces como receptores y aplicadores de la virtud divina. Este imperativo moral permitía inocular la homogeneidad amorosa en la comprensión de la justicia, es decir, las simetrías comprensivas, volitivas y organizativas se instalaban en la cúspide de la taxonomía conceptual del Barroco hispano.

La conjunción de alteridad y uniformidad afloraba aparentemente como una contradicción conceptual y organizativa, ya que en la primera se proyectaba la especificidad del individuo y en la segunda se suprimía la anterior. En cambio, si se atiende al modo en que se construían ambos conceptos se puede observar que esta aparente contradicción generaba una coherencia de notable predicamento. Es decir, la alteridad se articulaba como la capacidad de reconocer, aceptar y asumir al «otro», lo que suponía limitar la proyección del «yo». Por su parte, la uniformidad de fundamentación amorosa suponía rechazar la esencia propia y aceptar acríticamente la del amado. Se establecía así una equivalencia compositiva y operativa en la correcta concepción e implementación de la justicia. Desde esta perspectiva la alteridad y la uniformidad confluían en la justicia con un elevado nivel de complementariedad, generando la necesaria operatividad y legitimidad moral en la comunidad política. La justicia, resultado de la confluencia de alteridad y uniformidad amorosa, se asimilaba a la caridad, que se concretaba en la negación de uno mismo y la asunción del prójimo por amor Dei. De este modo, se puede comprender en mayor medida la afirmación de Tomás Cerdán de Tallada sobre la caridad como nexo fundamental de la cosmovisión del Barroco hispano.

En este proceso la instrumentalización del conflicto interior del individuo resultaba fundamental para intentar suprimir la dialéctica inherente a cualquier comunidad en la que concurrían distintas identidades políticas. La subjetivación en la construcción de la identidad comunitaria se suspendía, ya que se exigía cumplir con el imperativo moral de amar al rey. Este se convertía invariablemente en el ejemplo político-moral que se debía imitar sin excepción, pues concitaba la legitimidad derivada del primigenio consensus populi en la conformación del reino. Quizá para comprender en mayor medida la conexión político-conceptual analizada se puede recordar, que la paz interior de una comunidad política cualquiera se fundamenta en la conjunción armoniosa del bien común, la identidad y la lealtad. Por lo tanto, si para los súbditos agraviados el monarca en su condición de juez supremo del reino se había comportado como un «pastor loco» que atentaba impíamente contra sus ovejas-súbditos, obviamente resultaría muy difícil imitar su forma de proceder por muy intenso que fuese el amor que se le profesaba. Si el rey había obrado capciosamente en la administración de la justicia, los súbditos agraviados podrían entender que se debía suspender la lealtad a la corona y correlativamente la identidad se redefiniría a partir de sus intereses particulares que se distanciaban de las pretensiones centrípetas de dominio. La comprensión barroca del amor exigía abandonar el cuerpo físico de uno mismo, lo que produciría una mutación identitaria en el individuo que equivaldría a convertirse en un súbdito obediente y devoto del rey. Desde esta perspectiva amorosa la unicidad compositiva equivalía a uniformidad volitiva. Es decir, «bolverse de dos uno» como afirmaba Cristóbal de Fonseca en 1592.

El amor no se limitaba a construir o favorecer una mayor cohesión y unidad política, sino que también se asumía y proyectaba su capacidad para generar un elevado nivel de homogeneidad moral, volitiva y organizativa. Se entendía que la uniformidad de fundamentación amorosa generaba una simbiosis pretendidamente perfecta, que se podía extrapolar a la esfera de la política a través de la justicia.

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Recibido: 15/02/2021
Aceptado: 13/04/2021

Amor y uniformidad en el Barroco hispano

Resumen: El amor en la Edad Moderna fue usado para generar un mayor nivel de unidad política en la monarquía de España. No obstante, en el Barroco hispano se entendía desde una perspectiva religiosa y vital que el amor podía generar una uniformidad espiritual y moral. Esta uniformidad amorosa se vinculó a la organización política a través de la justicia, que se entendía fundamental para alcanzar el bien común.

Palabras clave: amor, uniformidad, Barroco, Monarquía de España.

Love and uniformity in the Hispanic Barroque

Abstract: Love in the Modern Age was used to generate a higher level of political unity in the Hispanic Monarchy. However, in the Hispanic Baroque it is understood from a religious and vital perspective that love could generate a spiritual and moral uniformity. This uniformity of love was linked to political organization through justice, which was understood as fundamental to achieve the common good.

Keywords: Love, Uniformity, Barroque, Hispanic Monarchy.

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 153-166, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.009