LA SABIDURÍA DE LOS GRIEGOS EN
LA SEGUNDA PARTE DE LA MONARQUÍA MÍSTICA DE LORENZO DE ZAMORA*
Manuel Andrés Seoane Rodríguez
Universidad de León
maseor@unileon.es
Lorenzo de Zamora fue un humanista español nacido probablemente a mediados del siglo xvi en Ocaña y que ingresó en la Orden Cisterciense hacia 1580 bajo la protección del gran fray Luis de Estrada. Enviado a Alcalá de Henares para perfeccionar sus estudios en el Colegio de San Bernardo, pronto empezó a desempeñar un papel protagonista en los movimientos reformistas de la orden, que afectaban sobre todo a la congregación de Castilla. Allí también dio a la imprenta su primera obra La Saguntina en 1589 (López, 2022: 24-26). En 1605 fue nombrado abad —lo fue en dos ocasiones— del monasterio de Santa María de Huerta y en 1608 fue elegido nada menos que visitador general junto al abad de Moreruela. Murió en 1614 no sin antes haber llevado a cumplimiento su proyecto más ambicioso, la composición de una obra monumental titulada Monarquía mística de la Iglesia hecha de jeroglíficos sacados de humanas y divinas letras en siete partes, según su propia declaración en el prólogo general situado al comienzo de la primera parte (Nieto y López, 2022: 140). Prueba de la enorme dimensión intelectual de su legado, del éxito logrado con una interpretación de los libros bíblicos según una metología humanística y filológica, y menos escolástica, son las numerosas ediciones de sus obras en las diferentes lenguas a las que fue traducido y el encargo del propio rey Felipe III para gestionar un asunto difícil en los monasterios catalanes de Poblet y Santes Creus (Nieto, 2007a: 386-88).
El símbolo primero de la segunda parte de la Monarquía mística, consta de ocho capítulos1 y lo dedica Lorenzo de Zamora al conocimiento propio, al conocimiento de uno mismo, un asunto recurrente en la filosofía antigua y bien presente, por ejemplo, en muchos diálogos platónicos, en los tratados de filósofos estoicos como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio, y aprovechado después también por los autores cristianos desde bien temprano, sobre todo en el seno de la disputa entre gnosis pagana y gnosis cristiana (Courcelle, 1974: 68-81). Y como es característico del modo de trabajar de nuestro humanista, y declara en el título
de la obra, entremezcla para su argumentación a favor de la imperiosa necesidad de
un severo examen interior con vistas a la salvación, los testimonios de autores de esta antigüedad pagana con los procedentes de la Biblia y de los padres de la Iglesia. Estos dos últimos tipos de testimonios aparecen siempre en primer lugar, según una jerarquización vertical que ya hemos estudiado en otra parte (Seoane Rodríguez, 2018), y sirven de motor o de hilo conductor al discurso argumentativo o, en último lugar, de una serie o cascada de citas, como conclusión y colofón.
El objetivo que aquí se propone el cisterciense Lorenzo de Zamora queda precisado con rotundidad al principio mismo de este símbolo primero y no es otro que la demostración de que la introspección y el examen interior apartan al hombre de la desgracia del pecado, del «veneno de la culpa», tal como lo expresa el autor.
En el caso que nos ocupa, Lorenzo de Zamora comienza con el testimonio del libro bíblico de Job; con un versículo, el número 24, cuyo sentido va a desarrollar en diálogo con las máximas de los siete sabios de Grecia y de otros maestros en materia de filosofía o moral para los griegos, como Platón o Plutarco. Aclarar y examinar esta reutilización y este diálogo en el caudal argumentativo será nuestro objetivo principal, sobre todo con la finalidad de descubrir o confirmar las fuentes intermedias de las que se ha podido servir nuestro humanista.
El método compositivo de Lorenzo de Zamora, como es propio del género en que se inscribe este tipo de obras (López Muñoz, 2000: 9-16), se basa en la acumulación de referencias y citas, pero no se trata de un aporte desordenado, sino conformado con materiales sutilmente hilvanados para dar la apariencia de absoluta congruencia. La referencia de partida, como hemos dicho, es un versículo, en el latín de la Vulgata, del libro de Job cuya procedencia, el capítulo 5, es precisada al margen: «visitans speciem tuam, non peccabis». Este versículo 24 será una especie de leit motiv que recorrerá todo el símbolo primero y unificará, a modo de conclusión, cada avance en la argumentación. Será como el hilo que engarza todas las citas y acaba por anudarlas.
El autor también nos proporciona en el texto otras dos puntualizaciones, a saber, que se trata de un consejo de Elifaz a Job y que es a modo de antídoto contra la «mayor enfermedad que el hombre tiene». Esto reconoce que es interpretación del «doctísimo Helinando» y continúa con la traducción del versículo y la explicación de su sentido, como es propio de su trabajo de citación: traducción primero, interpretación después.
En cuanto a Helinando, del que procede la interpretación que nuestro Lorenzo de Zamora integra en su argumentación, no se nos proporcionan otros datos al margen; tan solo la relación de su nombre con el de un san Antonino y de este se nos precisa un lugar «3.p.hist». Como sabemos que el modo de trabajar de estos humanistas, a la hora de buscar y encontrar apoyos de autoridades a sus propias argumentaciones, era depender principalmente de antologías y florilegios, o de obras compilatorias intermediarias que proporcionasen una ayuda para la inventio, suponemos que no es Helinando la fuente primera, sino san Antonino. Así que tenemos que seguir el arroyo río arriba y remontarnos al manadero: Lorenzo de Zamora usa y cita a san Antonino que a su vez cita a Helinando, que a su vez cita ese versículo de Job y a los siete sabios cuando se trata del conocimiento propio como principal virtud cristiana.
El cisterciense Helinando de Froidemont nació en el norte de Francia, cerca de la frontera con la actual Bélgica, en la segunda mitad del siglo xii y recibió de su maestro las enseñanzas del gran Pedro Abelardo en el monasterio de Beauvais. De su obra destaca un famoso Chronicon en 49 libros de los que apenas conservamos la mitad, y ello gracias a que fueron ampliamente epitomizados y utilizados por un paisano suyo, algo más joven, que alcanzaría gran fama y renombre ya desde las primeras décadas del siglo xiii. Nos referimos al dominico Vicente de Beauvais y a su obra Speculum historiale en 31 libros2, que formaba parte de su inmensa producción enciclopédica titulada Speculum maius. Igual que Helinando echó mano del enorme caudal de auctoritates grecorromanas y cristianas para la confección de su magnum opus cronológico, Vicente de Beauvais se basó en él para la confección de su enciclopedia. Pero no solo; también se sirvió de otros como san Anselmo, Hugo y Ricardo de san Víctor y Juan de Salisbury, a su vez también ellos autores de obras que podemos considerar como grandes depósitos, por así decir, repletos de referencias a los clásicos, a los autores bíblicos y a los padres de la Iglesia (Moss, 2002: 53-95). Sabemos, además, que la difusión y la influencia de la obra de Vicente de Beauvais en la península ibérica fue temprana y amplia gracias, sobre todo, al Camino de Santiago (Vergara Ciordia, 2014). Todo ello nos lleva pensar que nuestro Lorenzo de Zamora pudo conocer de primera mano la magna enciclopedia del belvacense, pues hasta ocho son los manuscritos que en España conservamos hoy del Speculum historiale en diversos lugares y no resulta descabellado suponer que estuviera presente en las bibliotecas de los grandes centros monacales cistercienses desde finales del siglo xv. En apoyo de esta suposición nuestra que hilvana a Vicente de Beauvais con Lorenzo de Zamora viene el hecho de que en la Patrologia latina de Migne (PL 212), donde se recoge la obra de Helinando, aparece en primer lugar un epítome realizado por Vicente de Beauvais con el título de Flores en el que figura primeramente un capítulo dedicado al conocimiento de uno mismo bajo el título De cognitione sui. Y he aquí que encontramos que Helinando se ha servido del mismo versículo de Job y lo ha glosado con las mismas palabras que acabamos de leer en Lorenzo de Zamora. Y por si esto fuera poco, comprobamos que seguidamente trata el conócete a ti mismo vinculado al versículo bíblico. Todo parece, pues, evidente: Lorenzo de Zamora llegó a Helinando por medio de Vicente de Beauvais, cuya obra enciclopédica pudo seguramente consultar en alguno de los monasterios de su orden.
Pero dada la demostrada honestidad de nuestro humanista cisterciense, no cuadraba nada bien el que ocultase la fuente intermedia de su cita de Helinando. No mencionar expresamente a Vicente de Beauvais no era propio de su habitual trabajo de citación y restaba, además, por aclarar quién se escondía bajo la mención de san Antonino. Así que, aunque probable, la solución no satisface plenamente. Debíamos seguir otra pista, la de san Antonino, hasta dar con Helinando.
De este modo llegamos a Antonio Pierozzi, san Antonino, arzobispo dominico de Florencia desde 1446 hasta su muerte en 1459 y autor de una amplia obra compilatoria sobre moral y teología cristiana, y también de un extenso Chronicon en cuya parte tercera descubrimos a Helinando, bautizado como «historiographo» (Howard, 2009: 337). Queda así, por fin, deshecho el embrollo de la madeja, uno de cuyos hilos partía de Helinando y se remontaba hacia atrás al libro bíblico de Job y más allá hacia la máxima apolínea, y otro que se proyectaba hacia delante hasta san Antonino de Florencia. Este arzobispo escribió en cuatro partes una Summa moralis que completó posteriormente hacia 1440 con una quinta parte titulada Chronicon sive summa historialis en tres libros, cada uno de ellos divididos en títulos, capítulos y parágrafos de diferente extensión. El último de los libros, el tercero, del que procede la referencia a Helinando, está dedicado a las aportaciones de teólogos medievales en materia de virtud cristiana. La editio princeps data de 1484 en Nuremberg, salida de los talleres de Anton Koburger; la Biblioteca Nacional de España contiene más de 90 registros bibliográficos de su obra, lo que da prueba de su amplia difusión en España. El uso que hace Lorenzo de Zamora, pues, de esta fuente intermedia es un clarísimo ejemplo de aprovechamiento de materiales en el río de la tradición y además sin pretender en ningún caso ocultarla.
Una vez esclarecida esta filiación, nos encontramos a continuación en el texto con una nueva alusión a una fuente intermedia de la que se toman los datos siguientes referidos a los siete sabios. En esta ocasión se trata del Emblema 186
de Claudio Minoe, tal como es precisado en el margen. Claudio Minoe no es otro que el jurista, polígrafo y erudito francés Claude Minois o Mignault, que vivió entre 1536 y 1606 y llevó a cabo una importante tarea de comentarista al Emblematum liber de Alciato en 1571, editado en París por la imprenta de Denys du Pré. El Libro de emblemas de Alciato alcanzó rápidamente una enorme difusión que le llevó a alcanzar más de 150 ediciones a finales del siglo xvii (López Poza, 2021). Los 104 emblemas iniciales se fueron ampliando hasta llegar a 212 en la edición de Tozzi (Padua, 1621), todos ellos ilustrados y extendidos con exégesis eruditas. Estos comentarios en latín aportaron una enorme diversidad de datos al contenido básico de cada emblema, de manera que constituyeron un venero inagotable para eruditos, predicadores y profesores de universidades y escuelas de Gramática o Humanidades. El comentario de Mignault se asociaba primero a 197 emblemas numerados y aunque no era extenso, poco a poco, en sucesivas ediciones, aumentó y se nutrió también con los del maestro salmantino Francisco Sánchez de las Brozas, publicados en la edición de 1573. De estas ediciones comentadas por Mignault se conservan nada menos que 17 ejemplares en la Biblioteca Nacional de España, aparte de los existentes en otras bibliotecas de universidades como Salamanca, Granada o Madrid.
El emblema en cuestión presenta el motto o lema Dicta septem sapientium y bajo la pictura se sitúa, como es habitual, un texto explicativo en verso que relaciona ambos elementos superiores: detalla los nombres de los siete sabios y sus citas más famosas y explica con precisión los símbolos de la imagen con los que se vincula cada una. Aunque la lista no es uniforme, los nombres son los más frecuentes en la tradición escrita, ya transmitidos en la primera compilación realizada por Demetrio de Falero a finales del siglo iv a. Xto.: Cleóbulo, Quilón, Periandro, Pítaco, Solón, Bías y Tales. De procedencia geográfica diversa y ocupaciones diferentes, las aportaciones de estos personajes deben entenderse en el contexto de la formación de las diversas πόλεις, hacia el siglo vi a. Xto., y encaminadas a la consecución de una finalidad práctica y convivencial. Aparecían dotados de esa virtud tan alabada por los antiguos llamada σωφροσύνη (buen sentido, cordura) y que a sus ojos constituía la base de la verdadera y simplísima σοφία y que provocó que sus reflexiones llegaran a ser incluidas entre las máximas oraculares del mismísimo Apolo como testimonios, por tanto, de verdad revelada (García Gual, 2018: 16-22).
De los siete, Lorenzo de Zamora solo selecciona cinco: Quilón, Periandro, Solón, Bías y Cleóbulo, y ello únicamente para destacar que la máxima atribuida al espartano Quilón, nosce te ipsum, en su traducción latina, resume y contiene las de todos los demás. Estas cinco sabias sentencias vienen refrendadas cada una, lógicamente, por la coincidencia con los textos bíblicos de Job y Eclesiástico, por los comentarios de los padres como san Ambrosio a los versículos de estos libros bíblicos y, por último, por la referencia a los autores grecolatinos como Dióge-nes Laercio, Plutarco o Aulo Gelio, compiladores también de las sentencias de los siete sabios y de pasajes de Platón que se sirven de alguna de ellas. Toda esta acumulación de referencias no bíblicas se contiene en el riquísimo comentario de Claude Mignault al emblema de Alciato, que a su vez bebe, en parte, de los testimonios recogidos por Erasmo en su comentario al nosce te ipsum en su edición de los Adagia de 1526; y hemos comprobado que de aquí las extrae nuestro humanista. Pero lo que en el comentario del erudito francés adopta la forma de un listado acumulativo, en la argumentación de Lorenzo de Zamora se somete a un riguroso trabajo de selección primero y de organización jerárquica después, y lo que eran teselas sueltas acaban por componerse hábilmente para conformar un rico mosaico coherente y dotado de sentido.
La extrema importancia de esta sentencia apolínea para Lorenzo de Zamora en su argumentación vuelve a subrayarse con dos citas de autores cristianos, uno que escribe en griego en la segunda mitad del siglo ii y otro en latín en el siglo xii, san Clemente de Alejandría y san Bernardo, aunque, como es lo más frecuente en la Monarquía mística, ambas citas son expresadas por nuestro humanista en lengua latina. Ambas inciden en la extrema importancia y dificultad de cumplir el precepto délfico y proceden también del comentario de Mignault, por lo que aparecen ligeramente adaptadas como oraciones de infinitivo dependientes de los verba dicendi que las introducen en el corpus de nuestro humanista. La cita del alejandrino, absolutamente fuera de contexto al haber sido cortada y repetida en florilegios y antologías inmisericordemente, debe leerse y entenderse, en realidad, en el curso del debate entre γνῶσις pagana frente a γνῶσις cristiana, como ya hemos apuntado, y procede del comienzo del libro tercero de su obra titulada El pedagogo. La de san Bernardo, apenas precisada al margen con una simple abreviatura, hemos corroborado que procede de su tratado titulado Meditatio de humana conditione, concretamente del capítulo V, De quotidiano sui ipsius examine, y, como hemos visto ya en otras ocasiones, tampoco es una cita exacta (PL 184, col. 496).
Lo apropiado del símbolo del espejo para representar el autoexamen, utilizado como alegoría del conocimiento propio desde Platón, viene también de la misma fuente intermedia, así como las alusiones a Séneca (Mignault sí especifica la procedencia concreta) y al filósofo Demonacte, este último citado a través de otro enorme compilador de datos como fue Estobeo (ya utilizado por Erasmo), a Bión, a Platón y a Plutarco, estos cuatro últimos autores griegos también en latín y sin precisión ninguna en el margen del lugar exacto del que se extrae la cita. El argumento sobre la dificultad de conocerse uno a sí mismo continúa sin solución con un encadenamiento de autoridades: primero san Basilio, cristiano, que es fuente de un pensamiento de Demonacte expresado en latín en el que se dice que no hay arte más difícil que encontrar este espejo ni ciencia más sutil y donde menos hombres lleguen que el propio desengaño: «nihil est difficlius quam nosse se ipsum»; a esto de san Basilio se añade Platón, en segundo lugar como corresponde a un autor pagano, con una cita exactamente igual a la de Demonacte, procedente del Alcibíades pero sin precisar el lugar exacto y se suma luego el testimonio de Eurípides sin especificar tampoco el lugar ni el título de la tragedia de la que se extrae.
Especial atención merece el famoso pasaje platónico de Alcibíades que trata de la dificultad de conocerse uno a sí mismo y de su utilidad. Este afortunado locus gozó de enorme popularidad y difusión entre los filósofos y moralistas posteriores y también entre los autores cristianos. El proceso inquisitorio al que Sócrates somete al joven e impetuoso Alcibíades durante todo el diálogo, que lleva desde la misma Antigüedad el revelador subtítulo de Sobre la naturaleza del hombre, concluye con una afirmación absolutamente acorde con la doctrina cristiana y ello explica su constante reutilización y reinterpretación a lo largo de la tradición tardoantigua y medieval: el hombre verdadero consiste en su alma y lo que la sentencia délfica ordena al hombre es que conozca su alma para ver y reconocer el reflejo de la divinidad. En esto consiste la verdadera sabiduría y todo lo demás son engaños y apariencias de verdad:
Sóc. — Te voy a explicar lo que sospecho que nos está diciendo y aconsejando esa inscripción, pues no hay ejemplos en muchos sitios de ella y únicamente tenemos la vista.
Alc. — ¿Qué quieres decir con eso?
Sóc. — Reflexionemos juntos. Imagínate que el precepto dirige su consejo a nuestros ojos como si fuesen hombres y les dijera: «mírate a ti mismo». ¿Cómo entenderíamos el consejo? ¿No pensaríamos que aconsejaba mirar a algo en lo que los ojos iban a verse a sí mismos?
Alc. — Es evidente.
Sóc. — Consideremos entonces cuál es el objeto que al mirarlo nos veríamos al mismo tiempo a nosotros mismos.
Alc. — Es evidente, Sócrates, que se trata de un espejo y cosas parecidas.
[...]
Sóc. — Entonces, mi querido Alcibiades, si el alma está dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca.
Alc. — Así pienso yo, Sócrates.
Sóc. — ¿Podríamos decir que hay algo más divino que esta parte del alma en la que residen el saber y la razón?
Alc. — No podríamos.
Sóc. — Es que esta parte del alma parece divina, y quienquiera que la mira y reconoce todo lo que hay de divino, un dios y una inteligencia, también se conoce mejor a sí mismo.
Alc. — Evidentemente.
Sóc. — Sin duda porque, así como los espejos son más claros, más puros y luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y más luminosa que la parte mejor de nuestra alma.
Alc. — Parece que sí, Sócrates.
Sóc. — Por consiguiente, mirando a la divinidad empleamos un espejo mucho mejor de las cosas humanas para ver la facultad del alma, y de este modo nos vemos y nos conocemos a nosotros mismos (Platón, Alc. 130e-133c)3.
Este extracto nos parece suficientemente revelador del éxito que alcanzó en la tradición cristiana tanto la explicación como la simbología empleada por el personaje de Sócrates en este diálogo platónico. La conexión que el maestro ateniense traza entre el precepto apolíneo, el espejo, el alma y la divinidad cuadra perfectamente con el mensaje cristiano, por cuanto plantea el conocimiento propio como un acto cognitivo que revela al hombre la verdad esencial de su naturaleza.
Pero prosigamos con nuestras conclusiones parciales: que la expresión presentada por Lorenzo de Zamora sobre la enorme dificultad de llegar al conocimiento de uno mismo esté siempre en latín, aunque venga de autores griegos; que aparezca siempre igual y en estilo indirecto y la vaguedad de las ubicaciones proporcionadas por Lorenzo de Zamora nos lleva a pensar otra vez en antologías intermedias, pero no se trata en este caso del comentario de Mignault al emblema de Alciato.
La solución la tenemos un poco más abajo y no es otra que el tratado de Plutarco que lleva por título Escrito de consolación a Apolonio, donde se recogen numerosas citas de filósofos, como esta de Platón, y poetas dramáticos como Eurípides sobre la dificultad extrema de llevar a cumplimiento este consejo délfico de conocerse a uno mismo para conocer uno su propia y verdadera naturaleza. Sabemos que la primera edición en griego de los Moralia de Plutarco fue la aldina, publicada en Venecia en 1509, pero la que pudo conocer y cita nuestro humanista fue la de Henri Étienne en 13 volúmenes publicada en París en 1572; seis de los cuales contenían el texto griego y los siete restantes la traducción latina de Xylander (W. Holtzman), o bien cualquiera de las dos publicadas poco antes, la de Cruserio en 1564 y la de Xylander en 1570. El propio Erasmo participó también en la difusión de la obra de Plutarco y en España dispusimos pronto de la traducción de los Moralia ya en 1548 por Diego Gracián de Alderete, el sabio discípulo de Juan Luis Vives. Con ello queremos subrayar que Lorenzo de Zamora tenía a mano tanto en latín o griego como en vernáculo la obra plutarquea, tal como atestiguan los numerosos ejemplares que se guardan en la Biblioteca Nacional de España, aunque el amplio uso que hace nuestro humanista de anécdotas, aforismos y sentencias procedentes tanto de las Vidas como de los Moralia hace pensar más en obras intermediarias (Nieto, 2007b: 669).
Nuestro humanista concreta esta dificultad de conocerse en un espejo apropiado en tres aspectos: unos hombres se miran en el espejo de su alcurnia y su prosapia, otros en el de la sabiduría mundana, y otros en el de las riquezas. Cada uno de ellos es denostado con la mención de autoridades o ejemplos que, contra lo que pudiera parecer en términos de extensión o digresión, funcionan económicamente, pues son como pinceladas que dicen más que lo que simplemen-
te expresan en la condena. Así, contra la soberbia y el afán de riquezas del hombre se cita la Carta a los Corintios de san Pablo, se alude al Evangelio de san Lucas, se
menciona al rey Creso en palabras de Diógenes Laercio cuando trata de Solón,
se trae a propósito una homilía de san Gregorio y se cierra otra vez con Plutarco y su tratado Sobre la fortuna o la virtud de Alejandro Magno para criticar la vana ilusión del monarca macedonio de creerse un dios. Y el argumento de Lorenzo de Zamora es contundente: como todos estos espejos donde conocerse a sí mismo resultan falaces y engañosos, al comienzo de la Cuaresma lo primero que hace la Santa Madre Iglesia es ponerle a uno delante de los ojos este espejo verdadero: «Memento homo, quia cinis es», cita extraída del Génesis. De este modo la doctrina cristiana, encarnada en la Iglesia, queda como colofón y perfeccionamiento de la sabiduría pagana, cuyos principales representantes son hábilmente engarzados en el tejido de la demostración de nuestro humanista.
Lorenzo de Zamora se propone a continuación un nuevo asunto y lo hace mediante una pregunta dirigida al lector: ¿qué tiene que ver la tierra con el espejo? Este es un modo frecuente de hacer avanzar la argumentación, un esquema simple y horizontal de cuestiones y respuestas en uso ya desde la escolástica según la conocida tríada lectio-quaestio-disputatio (Lértola Mendoza, 2012: 16). El primer paso es resaltar la incoherencia de la comparación de la tierra, traducción de cinis, con un espejo por su incapacidad aparente de reflejar nada. Mejor habría sido un espejo de agua, dice, y trae como ejemplo a Narciso. El humanista trata de subrayar el desconcierto y lo difícil que resulta, si no se escudriña a fondo, descubrir el significado de semejante jeroglífico: que sea la tierra espejo. Dice que la memoria del hombre es como un cristal resplandeciente y claro donde ve las cosas pasadas, pero que, así como el cristal se usa para la fabricación de lentes y gafas («antojos», escribe), también sirve como espejo donde verse uno a sí mismo si debajo del cristal se pone una lámina de estaño o de otro metal que no permita que la luz traspase:
desta suerte es la consideración de la memoria humana, unas veces es espejo y otras, antojos. Espejo cuando a sí solo se contempla un hombre a solas, antojos cuando pasa de sí mismo, cuando el alma echa los ojos de la consideración a su nobleza de sangre, a sus riquezas y posesiones (1601: [5]).
Por eso, replica el humanista, da un baño de tierra a la consideración propia de nuestra madre la Iglesia diciendo que se acuerde que es tierra, «Memento homo quia cinis es». La habilidad del autor es patente cuando alegoriza y se sirve de paralelismos y símbolos que en formulación silogística llevan al lector a la conclusión lógica: la memoria se estaña o se ciega con tierra, es decir, se convierte en espejo, para que el hombre contemple su figura propia y visite su propia especie y así remedie el pecado; el argumento concluye como debe: «visitans speciem tuam non peccabis». A estas alturas de la precisa argumentación de Lorenzo de Zamora, la vinculación fónica entre speciem y espejo es más que buscada, evidente. Llegado a la conclusión necesaria, llama en su apoyo nuevamente a citas de autoridades jerárquicamente dispuestas, primero cristianas como san Gregorio y después paganas. Estas son introducidas con casi la misma expresión que utilizó al principio del símbolo que estamos analizando: «no iban lejos deste pensamiento los antiguos».
Y aquí viene, a mi modo de ver, la aportación más original en la reutilización de los testimonios de sabiduría griega que podemos encontrar en este símbolo primero, pues no se trata únicamente, como hemos visto hasta ahora, de la reproducción de palabras o sentencias de maestros de verdad como los siete sabios o Platón, sino de la reinterpretación de un motivo mitológico como es el de Edipo y la Esfinge. Y de la misma manera que los testimonios textuales de los autores de la antigüedad pagana son extraídos de depósitos intermedios, bien sean las obras de compiladores sensu lato de la propia Antigüedad como Plutarco, Diógenes Laercio o Estobeo, bien de antologías o comentarios eruditos renacentistas como el de Claude Mignault, el uso y la interpretatio christiana de un motivo mitológico procede también de estas enciclopedias que servían a intelectuales y predicadores de verdaderos almacenes de material erudito de extraordinaria calidad.
En este caso es de nuevo Alciato, junto al comentario de Mignault al emblema que trata de Esfinge de Tebas como símbolo de la ignorancia del hombre, y se suman también la famosa Tabula de Cebes y la obra de Antonio Ricardo, humanista e impresor que, a finales del siglo xvi, en 1591, compuso unos Commentaria symbolica... in quibus explicantur arcana pene infinita ad mysticam naturalem et occultam rerum significationem. En esta obra, pronto conocida en España (López Poza, 2006: 181) se explica in extenso la simbología de este ser híbrido del relato mitológico y aparecen numerosas referencias a autores que también podemos considerar enciclopedistas o recopiladores antiguos de datos, anécdotas y opiniones varias como Solino y Diodoro de Sicilia, o incluso a su manera, el poeta tardorromano Ausonio. De manera sucinta nuestro humanista expone el mito de Edipo y la resolución del famoso enigma planteado por la Esfinge, enigma que no se precisa, ya que lo importante no es el cómo sino el resultado que obtuvo Edipo con su sabiduría: «Llegó Edipo, declaró el enigma y despeñó la ignorancia». La Esfinge como símbolo de la ignorancia del hombre recibirá una explicación detallada a partir de su desastre final y su apariencia. Veamos: la altura de la que es derribada la Esfinge una vez resuelta su adivinanza es equiparada a lo ocurrido a Lucifer por su soberbia y falta de conocimiento propio y, según Lorenzo de Zamora, supone un certero aviso al hombre.
La etimología de Adán, asociada desde antiguo a la palabra hebrea que significa tierra, proporciona al cisterciense el nexo que vincula espejo, cinis (tierra) y ser humano y lo escribe maravillosamente:
para que no se desvanezca ponle un despertador al oído que le esté siempre avisando de lo que es: con el nombre de Tierra quiere que estañe la memoria para que le sirva de espejo y no de antojos, para que a sí mismo se vea y se conozca (1601: [6]).
Y tras esto, una cascada de citas en gradación ascendente de personajes de la Antigüedad que subrayan la conclusión del silogismo. Las alusiones al vanidoso rey Pausanias y al sensato poeta griego Simónides, cuya respuesta es proporcionada en latín: «ne se hominem esse oblivisceretur», y a los filósofos pitagóricos proceden del comienzo del tratado de Plutarco Escrito de consolación a Apolonio. Estas referencias se encuentran también en el comentario de Mignault al mencionado Emblema 187 y, como hemos repetido anteriormente, carecen de una localización precisa, lo que es una pista clara de que no se trata de citas de prime-ra mano. A ellas viene a sumarse, pero con mayor jerarquía lógicamente, una cita procedente del Cantar de los Cantares, también en latín, que insiste en la idea de que es de necios ir tras los deseos y las miserias de uno y, en cambio, no escudriñarse a fondo para conocerse y salvarse.
Seguidamente encadena Lorenzo de Zamora una serie muy bien trazada de equivalencias entre el aspecto de la Esfinge como símbolo global de la ignorancia, los vicios del hombre, las enfermedades del alma y el remedio que a todo esto pone el autoexamen, es decir la imagen pagana al servicio del ejemplo admonitorio de la predicación cristiana (Ledda, 1996: 118). Mujer, ave y garras de león, componentes del monstruoso cuerpo de este ser mitológico, simbolizan los pecados de la lujuria, la codicia y la soberbia respectivamente. Cada equivalencia es subrayada por una cita procedente de alguno de los padres de la Iglesia, como san Juan Crisóstomo (también en latín, como siempre), de la Biblia o de alguno de sus comentaristas, como Nicolás de Lira; y lo mismo ocurre con la conclusión que aporta el remedio, otra vez el versículo de Job que vimos al principio: «visitans speciem suam non peccabis». Porque, si uno visita su speciem, su hermosura en traducción del humanista, se dará cuenta de que ella reside en su razón y no en su cuerpo, aquello que más divino tiene el hombre, y no caerá en la vileza de la concupiscencia que abaja y ensucia. Este pensamiento es refrendado por una nueva cascada de citas, todas en latín, procedentes de san Gregorio y santo Tomás y apoyadas en una mención de la Ética a Nicómaco de Aristóteles y un ejemplo extenso extraído de Diógenes Laercio con la excéntrica figura del cínico Diógenes como protagonista. Todas proceden igualmente del comentario de Mignault al emblema que trata de la Esfinge y se coronan, como corresponde, con una nueva cita bíblica, en esta ocasión del profeta Joel en el sentido de que el hombre concupiscente es como un jumento en un estercolero. Y añade otro símbolo de esta bajeza del hombre que va detrás de sus deseos y pecados del cuerpo: el escarabajo. Para ello recurre de nuevo a otra fuente intermedia, otra curiosa enciclopedia llena de maravillas, en este caso los Hieroglyphica de Piero Valeriano Bolzani, libro editado en Basilea en 1556 con entradas repletas de comentarios y sentencias de autoridades de la antigüedad (Bouzy, 2006: 18). De aquí proceden las referencias que a continuación cita Lorenzo de Zamora sobre la naturaleza asquerosa de este animal extraídas vagamente, esto es, sin palabras literales, de la Historia de los animales de Eliano y de alguno de los tratados de zoología de Aristóteles.
De aquí al final de este símbolo primero insiste el autor en demostrar la búsqueda vana de las prosperidades de este mundo por parte de los hombres y el aplauso que reciben los que las alcanzan de todos los demás. En apoyo de estas consideraciones sobre la fatuidad humana se presenta y se comenta en primer lugar una cita extraída de la Biblia, en este caso, del Libro de los salmos y después vienen ya las de otros autores de la Antigüedad, Plutarco, Séneca, Teognis y Diógenes Laercio. La primera es la conocida anécdota sobre el luchador Hipómaco que Plutarco refiere al comienzo de su tratado De cupiditate divitiarum. No se citan palabras textuales ni se precisa el lugar, lo que vuelve a ser un indicio de su procedencia a partir de una fuente intermedia, que es el rico comentario a los símbolos de Valeriano Bolzani. De aquí proceden también las demás, la de Séneca, de sus Epístolas morales a Lucilio, expresada correctamente y fijada con precisión en el corpus del cordobés; la de Teognis, el elegíaco griego, en latín y por medio de una referencia imprecisa en el Discurso XV de san Basilio; y, por último, la anécdota sobre Creso extraída del capítulo que Diógenes Laercio dedica a la vida y obra del legislador ateniense Solón.
Vemos, pues, que el hilo de la tradición está lleno de nudos y es extremadamente largo y resistente. El capítulo se cierra con una nueva cita textual de Ovidio, pero sin precisar el lugar de procedencia, y otra vez con el colofón del versículo bíblico de Job «visitans speciem tuam, non peccabis», que encierra en sí, como ha quedado claro desde el principio de este símbolo, todas las demás muestras de sabiduría pagana. Todas estas últimas referencias a los autores griegos y latinos proceden también de la enciclopedia de Valeriano.
Tras este análisis pormenorizado del uso de fuentes y autoridades en la argumentación central de este primer símbolo de la Segunda parte de la Monarquía mística acerca de la necesidad de conocerse uno a sí mismo para alejar la muerte que el pecado trae consigo, podemos confirmar las siguientes conclusiones.
Las citas de sabios, filósofos y eruditos de la Antigüedad aparecen tan perfectamente engarzadas en el tema que son inseparables de él, es decir, no son únicamente un ornato ni una extensión, sino que, por decirlo, retóricamente, res y verba componen las dos caras de una misma moneda, que no es otra que el impulso de esclarecer un precepto cristiano de raigambre clásica, el autoexamen como vehículo de perfección.
Los sabios y maestros de verdad de la cultura griega antigua siempre están subordinados a la verdad revelada de los textos bíblicos y sus comentaristas, que los preceden, los perfeccionan y los culminan. Los principales sabios y filósofos citados son los siete sabios, resumidos en la máxima atribuida a Quilón el espartano, Platón y Plutarco. Además, sus palabras son siempre citadas en latín y mal precisadas porque proceden de fuentes intermedias, bien referidas por compiladores de la misma Antigüedad como Diógenes Laercio o Estobeo, bien porque también estos son citados en las antologías y depósitos de datos que hemos comprobado que maneja nuestro Lorenzo de Zamora para zurcir su argumentación. Siempre son obras honestamente declaradas por el cisterciense y son principalmente los Emblemas de Alciato con el comentario de Claude Mignault, el Chronicon sive summa historialis de Antonio Pierozzi y los Hieroglyphica de Piero Valeriano Bolzani.
El uso de los referentes de la Antigüedad no se agota en las citas, más o menos precisas y más o menos literales, sino que se extiende a la apropiación y a la interpretatio christiana de otros datos históricos o mitológicos, como la fábula de Narciso o la interesante interpretación detallada y alegórica de la Esfinge. Así, se sirve en la estructuración de sus argumentos de la gramática, que explica las palabras (por ejemplo, la etimología de Adán o la explicación del sentido de cinis); de la lógica, por medio de la cual la argumentación se presenta en forma de silogismos; y de la retórica, que le proporciona el armazón básico de la formación humanística a la hora de elaborar discursos: dispositio, inventio y elocutio. Todo ello subraya la equivalencia que plantea Marc Fumaroli en su conocido estudio sobre la elocuencia en el Renacimiento: «L’ homo rhetoricus est tout simplemente l’homo symbolicus en action» (Fumaroli, 2009: 10).
Por lo tanto, la originalidad de Lorenzo de Zamora reside en su habilidad para engarzar todos estos materiales y componer un discurso nuevo sobre materiales viejos y estructuras bien conocidas.
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Recibido: 12/12/2022
Aceptado: 14/01/2023
La sabiduría de los griegos en la segunda parte de
la Monarquía mística de Lorenzo de Zamora
Resumen: La segunda parte de la Monarquía mística de Lorenzo de Zamora se inicia con una argumentación sobre la conocida sentencia apolínea del conócete a ti mismo en consonancia con un versículo bíblico extraído del libro de Job. El esfuerzo del humanista se concentra en la elaboración de un mosaico de citas y referencias de los siete sabios y filósofos y eruditos griegos, procedentes sin duda de fuentes intermedias que, por un lado, apuntalan esta coincidencia y, por otro, demuestran la antigüedad y prevalencia del precepto bíblico en tanto que verdad revelada.
Palabras clave: siete sabios, Platón, Humanismo, antologías, citación.
The wisdom of the greeks in the second part of
the Monarchia mystica by Lorenzo de Zamora
Abstract: The second part of the Monarchia mystica by Lorenzo de Zamora begins with an argument about the well-known Apollonian sentence of know yourself in line with a biblical verse taken from the book of Job. The effort of the humanist is concentrated in the elaboration of a mosaic of quotations and references from the Seven Wise Men and philosophers undoubtedly extracted from intermediate sources that, on the one hand, underpin this coincidence and, on the other, demonstrate the antiquity and prevalence of the biblical precept as revealed truth.
Keywords: seven wise men, Plato, Humanism, anthologies, citation.
1 Según la edición de 1601, editada en Madrid por Justo Sánchez Crespo y que apareció tres años antes que la primera parte.
2 Sobre este asunto seguimos la información que se puede consultar en la siguiente dirección: <http://www.vincentiusbelvacensis.eu/mss/mssSH.html>.
3 La traducción es de Juan Zaragoza (Platón, 1992: 76-81).
* Este artículo ha sido realizado dentro del proyecto de investigación PID2020-114133GB-100, financiado con fondos FEDER.
Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 339-354, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI: https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.016