DE NUEVO CON LA CARTA DE LAS CALIDADES DE UN CASAMIENTO DE FRANCISCO DE QUEVEDO*

Jorge Ferreira Barrocal

Universidad de Valladolid
jorge.ferreira@uva.es

A mi hermano Jaime,

quien sabe mejor que nadie que

con La Lozana Andaluza empezó todo.

1. Tradición crítica

De La carta de las calidades de un casamiento no se ha dicho mucho hasta ahora, y ello pueda deberse acaso a la reducida extensión del escrito. García Valdés incorporó la misiva en su edición de la Prosa festiva completa, y glosó el contenido con este comentario:

En uno de los manuscritos consta la fecha de 7 de diciembre de 1633, y desde luego Quevedo debió de escribir la carta a finales de ese año cuando se estaba proyectando su matrimonio, ya que se casó el 26 de febrero de 1634. La condesa de Olivares, esposa del entonces todopoderoso conde-duque, pide la opinión de Quevedo, pero, en realidad quien le preparó la boda con doña Esperanza de Mendoza, viuda del señor de Cetina, fue el duque de Medinaceli a quien Quevedo envía un poder «para otorgar las capitulaciones para el casamiento que trata con doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina y sus cinco villas». Esta carta puede ser considerada como obra festiva, pero con ciertas reservas. La parte inicial es absolutamente seria. La parte expositiva de las cualidades que desea que tenga su futura mujer la escribe Quevedo más por «entretener que por informar»; ésta es la parte que tiene rasgos festivos, algunos de los cuales ya hemos encontrado en otras obras de este volumen. En la parte final vuelve el autor a la seriedad: «y por acabar de veras como empecé» (García Valdés, 1993: 117).

La epístola de Quevedo no volvería a ser objeto de escolio hasta la segunda década de nuestro siglo, cuando aparece la primera edición exenta de La carta al cuidado de Delphine Hermes (2014). La estudiosa, al calor de las observaciones de Astrana Marín (1945: 408), ahonda en las circunstancias históricas de la redacción de un texto que habría sido articulado esencialmente «en torno a la po-
lémica aristocr
ática del matrimonio» (Hermes, 2014: 6) del autor. Según la especialista este se vio obligado a casarse para satisfacer a los círculos femeninos de la corte, a los que solía provocar con escritos de carácter misógino. En el momento en que se escribe el documento —a finales de 1633 como apuntaba García Valdés e indica Sánchez (2004: 343)— Quevedo ya conoce la identidad de la futura esposa, con la que iba a casarse el 26 de febrero de 1634 (Jauralde, 1998: 632-635). Hermes aduce que la carta tenía el objetivo de incrementar «la fama del autor dentro de las altas esferas», si bien a la par en ella se declaraba «con humor, la aceptación resignada de un matrimonio forzoso» (Hermes, 2014: 8). La editora analiza luego brevemente a las tres personas involucradas en la carta, a saber: Inés de Zúñiga, Quevedo y la esposa que retrata. La primera encarnaría la «conjura palaciega femenina» que presionaba al futuro marido. Del segundo sujeto, autor de La carta, nos dice que era más que consciente de la probable difusión de las líneas en el entorno de la corte. Y, por último, centra la mirada en la mujer ideal (en puridad con menos defectos), cuya caricatura resultaría de las «oposiciones basadas en la búsqueda imposible del tradicional justo medio» (Hermes, 2014: 9-10). Habida cuenta de todo lo anterior, la especialista concluye que la carta se sitúa a medio camino entre la realidad y la ficción. Sostiene asimismo que sus elementos permitirían adscribirla al género de la «pararrelación» (Gutiérrez, 2005: 128), parodia del modelo formal de las cartas escritas al servicio de un noble. Destaca además la «jocosa sátira literaria contra el matrimonio» (Hermes, 2014: 6-7), aunque no profundiza en el asunto.

Hasta aquí lo apuntado por la crítica a propósito de La carta de las calidades de un casamiento, de la que voy a revisar un fragmento del final que incluye tres loci critici polémicos. Por un lado, tenemos las variantes de la edición príncipe1 (1650), que sigue la mayoría de los editores modernos (Astrana Marín, García Valdés y Madroñal-Fernández Mosquera). Por otro lado, tenemos las lecturas del MSS/20274/3 de la Biblioteca Nacional de España2, que Hermes utiliza como «texto base» de su edición3. En dicho códice aparece la carta copiada en una glosa a la respuesta que le dio Sancho de Sandoval. Las razones que arguye la editora para la selección son las que siguen:

La correspondencia entre Quevedo y Sancho de Sandoval permite fechar en 1635 esta versión de la carta, mientras que la propia obrita quevediana —de autógrafo perdido— fue escrita a finales de 1633. Tanto la aproximación cronológica como los estrechos vínculos entre los dos hombres nos inducen a pensar que esta versión es la más cercana al escrito original. El interés del manuscrito reside en algunas variantes que propone respecto a las ediciones ya impresas [...] incluso respecto a la edición príncipe (Hermes, 2014: 12).

Las variantes4 de mayor enjundia se reducen a tres, y hacen acto de presencia en uno de los pasajes del final, donde la dueña es la protagonista absoluta. En este sentido, creo que, antes de comenzar el análisis, cumple ofrecer unas notas esenciales del tipo en la obra de Quevedo, pues la contextualización del motivo resulta imprescindible para la correcta interpretación del fragmento.

2. La dueña en la obra de Francisco de Quevedo: unas píldoras

En primer lugar, se hace necesario traer a la memoria la definición que da Covarrubias del término ‘doña’:

En lengua castellana antigua vale señora anciana viuda, agora significa comúnmente las que sirven con tocas largas y monjiles a diferencia de las doncellas; y en palacio llaman dueñas de honor personas principales que han enviudado, y las reinas y princesas las tienen cerca de sus personas, en sus palacios5 (1611: f. 330r).

Arco y Garay en su clásico estudio de la dueña en la literatura española nos brindaba una rica descripción del atavío habitual:

Iban vestidas de negro y con tocas blancas de lienzo, o beatillas, que pendiendo de la cabeza bajaban por la circunferencia del rostro, y uniéndose debajo de la barba se prendían en los hombros y descendían por el pecho hasta la mitad de la falda; y asimismo llevaban siempre un manto negro prendido por los hombros, desde donde remataban las tocas de la cabeza (1953: 293-297).

Luego distinguía varias clases. En lo más alto de la cúspide se situarían las «señoras de honor» (a las que alude Covarrubias); en segundo lugar, nos encontraríamos también en palacio con las dueñas «de retrete», cuya tarea consistía en cuidar las puertas de la habitación; y en tercer y último lugar —a imitación de las anteriores— tendríamos a unas dueñas en las casas de los señores que se llamaban «de medias tocas», diferenciables en el traje y en la «estimación». Como por lo general eran de edad madura, pasaron a ser designadas burlescamente con el nombre de «quintañonas». El erudito apuntaba que las dueñas eran nombradas en la literatura por el apellido, lo cual ilustra con ejemplos bien conocidos: Grijalba (La tía fingida), Hortigosa (El casamiento engañoso), Marialonso (El celoso extremeño), la Rodríguez y la Trifaldi (Quijote), Ortiz (En Madrid y en una casa), Brianda (Quien calla, otorga), etc. Calderón se hacía eco de la costumbre —y se mofaba de ella— en la primera parte del entremés La rabia:

Doña Hermenegilda ¿Sabes lo que he reparado?

Doña Aldonza ¿Qué, amiga?

Doña Hermenegilda Que Beltrán llamas

a la criada, y María

al escudero.

Doña Aldonza ¿Eso extrañas?

No es autoridad que demos

las señoras de mi casta

a los criados los nombres;

los sobrenombres les bastan.

Llámase doña Teresa

Beltrán, aquesa criada,

y ese escudero don Lucas

María, con que te hallas

respondida

(Calderón, 1989: 235-236).

La profesión en un principio entrañaba prestigio y reputación, pero muchas viudas acabaron recurriendo al oficio porque no tenían otra cosa de la que vivir, y el cargo terminó por depreciarse, convirtiéndose asimismo en una

verdadera obsesión para algunos de nuestros escritores áureos que la presentan como objeto de despiadada e hiperbólica burla en la que canalizan el profundo desprecio que generaba una profesión que terminará literariamente transformada en una especie de grotesca caricatura de sí misma (Sáez Raposo, 2008: 187).

Este último estudioso pasa revista a las dueñas del teatro breve de Quevedo, que en la mayoría de las situaciones acompañan a mujeres («aparentemente más jóvenes que ellas») a las que aconsejan en cuestiones amorosas y, al mismo tiempo, urden trazas para sablear a los pretendientes de sus amas. Gutiérrez —la dueña de doña Justa en el Entremés de Diego Moreno— es un paradigma representativo del tipo en el universo entremesil quevedesco. En la primera parte de la obra dramática corta, uno de los amantes de Justa se deja una espada y un broquel en la cabecera de la cama. Es la dueña la que da solución al problema, haciendo creer al cornudo que ambos objetos son en realidad suyos:

Diego —Esta espada y este broquel no son míos [...].

Gutiérrez —Dos días ha que me riñó vuesa merced porque topó con él en la tinaja

diciendo que había sido de su padre.

Diego —¿Yo?

Gutiérrez —Vuesa merced.

Diego ­—¿Y lo jurará, Gutiérrez?

Gutiérrez —Y lo jurará Gutiérrez. Pues a fe que no estoy loca, ni falta de memoria. Abrir el ojo que asan carne

(Quevedo, 2011: 326-327).

Cuando Diego Moreno se va de casa, Gutiérrez alecciona a Justa sobre los hombres que más le convienen en función de la profesión:

Hija, ya que estamos a solas, oye una lición. Y es que tú no has de desechar ripio. De cada uno toma lo que te diere; así, del carnicero carne, como del especiero especias, del confitero dulces, del mercader vestidos, del sastre hechuras, del zapatero servillas, del señor joyas, del ginovés dineros, del letrado regalos, del médico curas, del alguacil amparo, del caballero oro, del hidalgo plata y del oficial cascajo; de unos reales y de otros blancas. Todo abulta. Solo has de huir de valientes, que te regalarán con estocadas y te darán en votos y juros lo que tú has menester en censos, de apartarte de los músicos, porque ya no se come con pasos de garganta, sino con qué tener que pasar por ella. ¿Pues poetas? Gente apestada: con un soneto te harán pago si los quieres y con una sátira si los dejas (Quevedo, 2011: 329-330).

Una vez fallecido el marido, Justa y Gutiérrez inician las conversaciones sobre el nuevo candidato, que debía cumplir con las condiciones de Diego Moreno para mantener el modus vivendi concupiscente. El elegido de la ama es Diego Verdugo, pero Gutiérrez desaprueba la decisión «porque no hay peores maridos que los que han sido primero galanes, porque como saben las flaquezas de las mujeres y los modos de dar trascantones, están en el caso y no hay echalles dado falso» (Quevedo, 2011: 343). Sáez Raposo (2008: 191) identifica una relación de «idéntica naturaleza» entre Bárbara y Álvarez en las dos partes del entremés Bárbara6. Las dos mujeres engañan a todo un séquito de hombres haciéndoles creer que son los padres de un supuesto hijo. Los pretendientes embaucados les entregan dádivas para la manutención del niño, y cuando Bárbara amasa una cantidad considerable de dinero, marcha a Gelves en busca de su verdadero amor. Álvarez, que debía encubrir el movimiento de su ama, abandona la lealtad en pro de los intereses personales y da información a los amantes a cambio de regalos. Sin embargo, la traición no altera el vínculo, puesto que, como bien indica el especialista: «por encima de rencores o malestares provocados por un comportamiento impropio y desleal está el provecho que ambas pueden lograr a través de su vinculación mutua» (Saez Raposo, 2008: 192). La vida virtuosa y recatada con la que empieza la segunda parte no durará mucho, quedando truncada con la llegada de los amantes Hartacho y Ascanio (y de sus regalos). De la continuación de la pieza nos interesa destacar la nueva traición de la dueña, que devela al primer pretendiente las intenciones de Bárbara cuando ve peligrar su continuidad en la casa. Otras muestras analizadas por Sáez Raposo son los entremeses de La ropavejera o La polilla de Madrid, en los que la dueña Godínez y la madre y la hermana de Elena (a las dos últimas se les adjudica el rol de dueña en la segunda pieza) buscan, al igual que las anteriores, «estafar todo el dinero posible a galanes desprevenidos» (2008: 195).

El retrato degradado de la dueña no es privativo del teatro breve, pues las descripciones y alusiones negativas del tipo aparecen de nuevo, por ejemplo, en el Sueño de la Muerte. En esta obra el narrador nos muestra una extendida pintura de doña Quintañona, aborrecida por los muertos —«y todas las almas dicen en viéndome: “Dueña, no por mi casa”» (Quevedo, 1993b [1627]: 377)— e incluso por los diablos. La misma dueña nos confiesa que se encuentra realmente cómoda en el infierno; dice estar entretenida con los nuevos menesteres, mucho más gratos que los de la vida terrenal:

Más quiero estarme aquí por servir de fantasma, que en mi estrado toda la vida, sentada a la orilla de una tarima guardando doncellas, que son más de trabajo que de guardar. ¿Pues en viniendo una visita?, aquel «llamen a la dueña», y a la pobre dueña todo el día le están dando su recaudo todos (Quevedo, 1993b [1627]: 377-378).

La instancia narradora subraya inmediatamente después la facilidad que tenían las dueñas de complicar la vida de sus amas, a las que sumían continuamente en embrollos, algo que habíamos visto en el teatro breve:

Pues ¡cuando en una visita de señoras hay conjunción de dueñas! Allí se engendran las angustias y sollozos, de allí proceden las calamidades y plagas, los enredos y embustes, marañas y parlerías, porque las dueñas influyen acelgas y lentejas, y pronostican candiles y veladores y tijeras de espabilar (Quevedo, 1993b [1627]: 378-379).

Tal era el rechazo que generaba la dueña, que un viajero habría renunciado a hospedarse en la localidad vallisoletana de Dueñas en una fría noche de invierno por razones de paronimia:

Pues hubo caminante que preguntando dónde había de parar una noche de invierno yendo a Valladolid, y diciéndole que en un lugar que se llama Dueñas, dijo que si había dónde parar antes o después. Dijéronle que no, y él a esto dijo: «Más quiero parar en la horca que en Dueñas», y se quedó fuera en la picota. Sólo os pido así os libre Dios de dueñas... (Quevedo, 1993b [1627]: 379-380).

Otra estampa grotesca de la dueña es la que vemos en una aposición que complementa al vocablo en La hora de todos y la Fortuna con seso: «una dueña, calavera confitada en untos» (Quevedo, 1975 [1650]: 85). En la Perinola el sujeto que narra nos presenta una fotografía truculenta del tipo, aparecida en una oración subordinada adjetiva cuya extensión podría llevarnos a pensar que el autor se relamía cuando caricaturizaba a este personaje:

Una dueña, que con una cara de guitarra juntaba en tenaza la barba y la nariz, y estaba para enhebrar una aguja, dando de calabazadas en los párpados del ojo de ella a una hebra de hilo con que pretendía, casamentera de trapajos, juntar de pizcas de camisa vieja una sábana, con una voz sin güeso y unas palabras mamadas a tabletazos de las encías, dijo [...] (Quevedo, 1993a: 469-470).

El pasaje que voy a estudiar a continuación nunca había sido objeto de comentario extendido, tal vez porque no ofrecía dudas o porque sencillamente no había ningún problema por resolver. Sin embargo, la reciente edición de Hermes (2014) apunta en dirección contraria. La investigadora ofrece tres lecturas que divergen sustancialmente de las propuestas anteriores y explica las decisiones editoriales en las notas del aparato crítico, a las que prestaré atención.

3. Un pasaje problemático de La carta de las calidades de un casamiento

En los compases finales de La carta el narrador le comunica a la destinataria una última preferencia:

Y lo más importante sería si consintiese que en casa viviésemos sin dueña; y si más no se pudiese, que se contentase con que entre los dos tuviésemos media dueña: una viejecita que empezase en tocas y acabase en naguas, porque la vista descansase de dueña antes de salir de su visión. Y lo mejor y más conforme de razón sería, pues las dueñas son viñaderos de los estrados, que guardan los racimos de doncellas, que la vistiésemos de viñadero con montera, chuzo y alpargatas, y por monjil, una capa gascona (que en el pedir algo tienen de jaca), y que se llamase Guiñarte, como los emperadores césares (Quevedo, 1993a: 466-467).

En la primera línea el emisor pone de manifiesto que no quiere vivir con una dueña, y ello es más que razonable si pensamos en las malas artes con las que las estas mujeres habían sido directamente asociadas en la literatura del periodo, y contra las que Quevedo había cargado duramente en sus composiciones. En caso de que la mujer quisiera tener una dueña a su servicio, debía conformarse con una «media dueña» que trabajase —y esto es una novedad7— para ambos. Hermes dice lo siguiente al respecto:

La ubicación espacial de la dueña, entre la pareja, que suele interponerse para preservar el decoro, acaba aquí, mediante un juego de palabras, en una cosificación que deforma a la dueña, asemejándola a un fragmento de mujer dividida en dos (2014: 34, n. 19).

A mi juicio, la «media dueña» no responde a un juego textual emanado en exclusiva del ingenio del autor, pues podría ser otra forma de aludir a la de «medias tocas», la única de las tres clases de dueña que operaba fuera de palacio (o sea, nuestro caso), como explicaba el profesor Arco. No se daría por tanto un procedimiento de reificación; se podría tratar de una referencia que hunde sus raíces en la sociedad de la época.

En lo que atañe a la vestimenta de la dueña, H introduce «mangas», mientras que el texto de la princeps incluye «naguas». Muestro una imagen de la variante que contiene el códice:

Figura 1. Respuesta de D. Sancho de Saldoval a la carta que D. Francisco de Quevedo escribió a la Condesa de Olivares, sobre si es mejor tener mujer fea que hermosa, f. 8v.

Hermes (2014: 34, nota 22) explica el motivo de su decisión:

A diferencia de otras ediciones, el término mangas aparece aquí en lugar de naguas. Consideramos que el primero plasma mejor la intención del autor de presentar una dueña bien tapada para que su aparición no perturbe la mirada. La indumentaria sirve de descanso para los ojos (2014: 34, n. 22).

Coincido con Hermes en que la vestimenta evitaría la atracción del marido por la dueña, pero no creo que «mangas» sea la lección correcta, y ello lo ratifica el propio sentido del texto. El narrador alude a dos prendas, una de ellas es la toca, que se llevaba en la cabeza, y a ello hace referencia metafóricamente la forma verbal «empezase». La otra prenda debe ser por tanto la enagua, que se ataba por la cintura y llegaba hasta los tobillos, motivo por el cual aparece «acabase». Lo que tenemos es una descripción en sentido descendente (de cabeza a pies en este caso) en la que no encajaría de ninguna de las maneras ‘manga’: «La parte de la vestidura que cubre los brazos hasta la muñeca» (Diccionario de Autoridades). Se trata, a mi modo de ver, de una lectio facilior de «nagua» que deturpa el texto de Quevedo, si bien es cierto que no altera su sentido de forma sustancial; caso contrario de lo que sucede con las lecturas «baca» y «Viñantes».

Después de dejar claro que la dueña debía ir tapada, el narrador propone vestirla a la manera de los viñaderos8, con «montera», «chuzo», «alpargatas» y una «capa gascona». El último requisito sería el de bautizarla con un nombre específico, emulando la tradición de los emperadores romanos (y de las dueñas literaturizadas). Esto último nos lo recordaba García Valdés: «todos los emperadores romanos adoptaron el nombre de César en memoria de Julio César. Así las dueñas deberían llamarse todas Guiñartes, en memoria, seguramente, de una dueña llamada Guiñarte que se hizo famosa» (1993: 467). A estas alturas del fragmento la princeps trae «jaca» y «Guiñarte». Sin embargo, el copista de H transcribió «baca» y «Viñantes».

Figura 2. MSS/20274/3 de la BNE, f. 8v.

Leamos las explicaciones que aduce Hermes para justificar el cambio editorial:

término (en referencia a baca) que plantea problemas de edición. Algunas variantes apuntan jaca, palabra también problemática en este contexto [García Valdés, 1993: 467]. Optamos por baca en calidad de voz homófona de vaca. El sentido clásico de baca, persona perezosa, de poco ánimo, no coincide con la actitud pedigüeña y activa de la dueña. Baca permite, en cambio, una silepsis con capa gascona al recordar la tela que cubría el techo de las diligencias y al referirse quizás también al cuero de las vacas; de esta manera, se refuerza la idea de ocultar a la dueña cubriéndola. Sobra decir que esta palabra se podría relacionar con el campo léxico de la viña a través de la figura de la bacante, sacerdotisa de Dionisos/Baco. Así, con un juego de falsa etimología baca/bacante, se estaría transformando paradójicamente a la dueña en un ser inclinado al deleite y a la desmesura. Notamos igualmente que el tópico de las bacantes, desprendido de la tragedia de Eurípides, propone una representación de mujeres gritonas, vestidas de pieles, que no vacilan en despedazar a sus enemigos para purgar las pasiones (tal y como lo requiere el papel de las dueñas con respecto al cuidado de las mozas). Irrumpe, pues, una imagen ambivalente de la dueña que, detrás de sus tocas y monjil, es capaz de convertirse en una fiera [...] neologismo (en alusión a Viñantes) que retoma la metáfora de las dueñas parecidas a viñaderos, guardianes de la virginidad preciosa de las doncellas. A través de la invención jocosa del título Viñantes y del paralelismo con los Césares se insinúa una disposición altiva de las dueñas. Algunas variantes de otras ediciones mencionan aquí Guiñarte en vez de Viñantes (2014: 40-42, ns. 26 y 27).

En cuanto a la primera variante del par conflictivo, la editora aclara desde el comienzo que no toma en consideración el término «vaca», sino el vocablo homófono «baca». El Diccionario de Autoridades lo define en la segunda entrada como «el hombre o mujer que es flojo, de poco ánimo, perezoso». Claro está, como bien indica Hermes, que el significado no casa bien con el contexto. La solución pasaría por admitir una suerte de silepsis, por la cual «baca» aludiría —a la par— a la tela del techo de las diligencias y al cuero de las vacas. De ahí se podría deducir, según la estudiosa, el deseo del hombre por cubrir a la dueña. Luego sugiere la posibilidad de identificar «baca» con «bacante», equivalencia que radicaría en la «falsa etimología» y en la figura de la paradoja, por la que se transformaría a la dueña en «un ser inclinado al deleite y a la desmesura».

En efecto, Francisco de Quevedo fue un autor que acostumbraba a explotar la pluralidad de los sentidos con ingeniosísimos juegos conceptuosos, pero la argumentación de Hermes no parte de esta premisa. Obedece, más bien, a un intento por probar que la lección del texto del códice —que utiliza, no olvidemos, como texto base de su edición— es la genuina. Aunque la nota rebosa de referencias de indudable interés, no alcanza a demostrar, a mi criterio, por qué «baca» es la lección correcta, en lugar de «jaca». Creo que hay un método mucho más sencillo para salir de dudas, y no es otro que explorar en la producción del polígrafo madrileño.

La lección «jaca» solo se documenta en la misiva. Sin embargo, no debe resultarnos extraño, porque es el nombre femenino de «jaque»9, que es una forma de llamar a los rufianes (Covarrubias, 1611: f. 487r). El término10 aparece, verbigracia, en un romance (n.º 693) en que la figura del monarca no sale muy bien parada: «Había al rey tanta prisa / de deseos delincuentes, / que se ahogaran por tomarle, / aunque le dieran por redes. / Por jayán mayor de marca, / no hay iza que no le entreve; / no hay marca que no le atisbe; / no hay jaque que no lo tiemble» (Quevedo, 1981a: 804). El vocablo se inserta —formando parte de la expresión de raigambre ajedrecística— en unos versos del poema número 652 que reprueban la tacañería: «Dase al diablo, por no dar / el avaro al alto o bajo, / y hasta los días de trabajo / los hace días de guardar; / cautivo por ahorrar, / pobre para sí en dinero, / rico para su heredero, / si antes no para el ladrón / que dio jaque a su bolsón, / y ya perdido le invoca. / Punto en boca» (Quevedo, 1981a: 703). Por otra parte, Quevedo cultivó el subgénero poético de las jácaras11, brindándonos composiciones como la número 856, en la que el rufián era el centro de los focos. Cito como botón de muestra el comienzo de la jácara titulada «Relación que hace un jaque de sí y de otros»:

Zampuzado en un banasto

me tiene su majestad,

en un callejón Noruega,

aprendiendo a gavilán.

Gradüado de tinieblas

pienso que me sacarán

para ser noche de hibierno,

o en culto algún madrigal.

Yo, que fui norte de guros,

enseñando a navegar

a las godeñas en ansias,

a los buzos en afán,

enmoheciendo mi vida,

vivo en esta oscuridad,

monje de zaquizamíes,

ermitaño de un desván

(Quevedo, 1981a: 1228).

El contexto literario develaría que la lectura genuina es «jaca», estragada por una nueva trivialización que introdujo el copista del manuscrito. En aras —creo— de la uniformidad, Hermes lleva al cuerpo del texto «Viñantes», cuyo significante guarda una evidente semejanza con el de «Viñaderos». Sin embargo, ni «Viñantes» ni «Guiñarte» se registran en las obras de Francisco de Quevedo, por lo que debemos recurrir a un lugar ajeno a las letras del autor para tratar de verificar qué variante es la correcta.

Pienso que la clave se encuentra en una facecia12 contenida en el libro La vida de Ysopo, clarísimo y sabio fabulador, nuevamente corregida, historiada y anotada, con muchas otras fábulas de Aviano, Pogio y otros autores13, impresa en Valencia en 1520 por Juan Jofre. El cuentecillo se localiza en la sección dedicada a las fábulas de varios autores14. Se titula «De la astucia y arte de la mujer contra su marido viñadero». Sigue así:

La mujer engañosa muy prestamente inventa razones fraudulentas y engañosas con que cubra sus maldades, como declara esta fábula.

Un aldeano, como fuese a vendimiar su viña, la mujer suya, pensando que tardaría mucho, según que otras veces solía, envió a llamar a su amigo. El cual viniendo y estando ellos comiendo e tomando placer con deseo ilícito de se contratar a su apetito y deseo, sobrevino súbitamente el marido de la viña con un ojo quebrado de una rama llamando a la puerta. Al cual sintiendo la mujer, espantada de miedo, escondió el amigo en una cámara, y así abrió al marido la puerta. Él entrando en casa triste y con gran dolor del ojo, mandó a la mujer que le aparejase la cama en aquella cámara para folgar. Mas ella, temiendo que entrando en ella viese aquel su amado que estaba ende, dijo al marido: —¿Por qué te quieres tan aquejadamente echar en la cama? Dime primero la causa de tu turbación y qué mal has habido. El marido le contó el caso de su desaventura. E dijo ella: —Déjame, señor, que repare y confirme tu oyo sano por una manera y arte que yo sé, en forma que d’ ese otro ojo quebrado no se te perturbe y dañe, según que muchas veces acaesce, y porque así mismo mis ojos no padezcan algún mal, de lo cual sé que no menos te pesaría que de tus cosas propias, como a ti e a mí todas las cosas sean comunes. E d’ esta forma, ella simulando y dándole a entender que le bendecía, con la boca le cubrió el ojo sano calentando y recreándogelo con el aliento en tanto grado que el amigo salió de la cámara y se fue seguramente sin que fuese sentido del marido. Y desque fue puesto en salvo, dice la mujer: —De aquí adelante, mi buen marido, seguro serás del daño que te pudiera venir al ojo sano del lisiado. E así, cuando te placerá podrás pasar a la cámara.

E con esta fraudulenta arte, muy prestamente hallada, engañando al marido envió a su enamorado sin peligro.

Muchos engaños caben en la mala mujer15 (ff. LXIXr-LXIXv).

En la fábula se nos cuenta la historia de una infidelidad, en la que participan dos hombres y una mujer. El viñadero —esposo engañado— se pica el ojo con una rama en las tareas del campo. La mujer adúltera yace con el amante en ausencia del marido. Cuando el hombre herido arriba al hogar, la esposa esconde rápidamente al «amigo» en la cámara, y cura el ojo de su marido —al tiempo que lo entretiene— de una forma muy astuta. Le dice que es necesario comprobar la salud del ojo sano, pues así se evitaría el daño del otro. En tanto que la esposa infiel insufla de aire el ojo ileso, el amante aprovecha para escapar de la casa.

En el pasaje de La carta, Quevedo establece un símil entre las funciones de las dueñas y de los viñaderos; unas custodian la castidad de las damas, otros velan por la integridad de las uvas. Si bien es cierto que en la fábula esópica no existe una intermediaria, la mujer aparece encubriendo un adulterio (el suyo propio), y gracias a su astucia mantiene el engaño con vida. O sea, cumple con creces la labor por la que las dueñas han ganado fama en la historia literaria. A mi modo de ver, el narrador de La carta expresa su deseo por contratar a una dueña que lo auxiliara en las artes del disimulo, y «Guiñarte» podría ser una alusión a la ceguera parcial que le había provocado la rama al viñadero, sin duda el elemento más llamativo del cuento. Creo que la combinación de estos materiales (viñadero, dueña y Guiñarte) apunta decididamente a la facecia. Al respecto, puede arrojarnos luz también el grabado que aparece ilustrando el relato en el impreso de La vida y fábulas del Ysopo.

Figura 3. La vida y fábulas del Ysopo, f. LXIXr.

«Viñantes» sería entonces un error de sustitución por atracción —al que se aditó asimismo el determinante artículo «las»— de la palabra «viñaderos».

A mi juicio, el sentido del texto, la obra literaria del autor y la fábula determinarían que las lecciones genuinas son las de la edición príncipe y no las del manuscrito de la Biblioteca Nacional de España que sirve como texto base de la edición de Hermes, cuya selección —recordemos— responde a razones cronológicas y de proximidad entre los amigos. Pero aquí no queda la cosa, todavía podemos añadir algo más.

4. Coda: a propósito del comienzo de La carta

A la luz de la recensión de García Valdés (1993: 115-117), comprobamos que H presenta una notable coincidencia con dos códices de la Biblioteca Menéndez Pelayo que traen La carta16, y es que comienzan en «Lo que debo desear en una mujer». Es decir, amputan el texto comprendido que va desde «Excma. Sra.» hasta «y nada de su deseo». Entonces, asalta una incógnita: ¿se trata de una omisión o es acaso el trozo cercenado un fragmento interpolado en la príncipe? Para dar respuesta a la pregunta debemos poner en diálogo el fragmento con otros textos de Quevedo. Leamos el pasaje:

Excma. Sra.:

La buena mujer, dice el Espíritu Santo que ¿quién la hallará? Esto, excelentísima señora, nos advierte de que podemos desearla, mas no bastamos a elegirla. Reservó Dios esto para sí por [ser] la mejor dádiva de su mano para esta vida, y la paz y contento de este mundo; y así, algo tendrá de atrevimiento decir cómo la deseo. Acertaré si me remito a su voluntad, como lo hago. Mas no excuso hacer esta diligencia rendido a su voluntad, declarando mi deseo, por hacer de mi parte lo que puedo; que, como dice San Pedro Crisólogo, entre las divinas virtudes pide Cristo el auxilio humano. Para esto todo es menester, y sólo Dios basta; lo que importa es merecerlo para pedírselo; que los hombres poco tienen que fiar en su elección, y nada de su deseo (Quevedo, 1993a: 460-461).

Las citas del Espíritu Santo son habituales en Quevedo. Una de ellas aparece, por ejemplo, en estas líneas de La cuna y la sepultura:

Y lo que en los poderosos parece privilegio, que no se les atreva nadie, ni los contradigan, es desdicha; pues eso les causa ignorancia, y quien los hace libres de reprehensión los niega poder saber. Y la verdadera dotrina en el temor de Dios (dice el Espíritu Santo) empieza, y la sabiduría del alma (Quevedo, 1969 [1634]: 44).

Más adelante en la misma obra leemos:

Dijo el Espíritu Santo (tratando de los pregones que se dan para hallar la sabiduría por sus señas) que dijo el abismo: «No la tengo» y el mar: «No está en mí», y que la muerte y la perdición dijeron: «Oímos su fama, nuevas tenemos de ella». Esto confirma que la sabiduría no llega a oídos de nadie sino de la muerte y de los trabajos (Quevedo, 1969 [1634]: 84).

Localizamos otra referencia al Espíritu Santo la Execración contra los judíos:

que los tendré lástima viéndolos incurrir en la rigurosa sentencia del Espíritu Santo (capítulo 29 de los Proverbios, verso I): «Viro qui corripientem dura cervice contemnit, repentinus ei superveniet interitus, et eum sanitas non sequetur» (‘Al varón que con dura cerviz despreciare al que le reprehende, le sobrevendrá muerte repentina y no tendrá más salud’) (Quevedo, 1996: 42).

En lo que atañe a la «dádiva» que Dios «reservó para sí», he documentado un pasaje similar en La cuna y la sepultura, a propósito de las peticiones vergonzosas. El autor aclaraba que el dinero es presente exclusivo de los hombres: «¡Pídele a Dios lo que a su grandeza se puede pedir, y lo que no se dedignará su mano poderosa de dar! No hacienda, que esa es «dádiva» de los hombres» (Quevedo, 1969 [1634]: 100).

La secuencia en que aparecen los elementos coordinados «paz» y «contento» se registra —aunque con sinónimos del primer término— en varias obras del montañés:

También, habiendo visto la mucha desorden que hay en esto de las mujeres a quien ya por su edad las pueden llamar madres o abuelas, mandamos que a todas las que fueren de treinta y ocho y cuarenta años el no reírse en las conversaciones se entienda que no es por falta de alegría y contento, sino es de dientes (Quevedo, 1993a: 179).

¡Cuántos millares de valerosos mártires, soldados católicos, la pasaron con risa y contento! [...] No hallo yo cosa tan ociosa en este mundo ni tan sola como el gusto y el contento. Nada hacen, con nadie están y nadie los halla. Cosas viles cuya sombra es el arrepentimiento que los hurtan el nombre [...] Digo cierto que no tendrás gusto ni contento hasta que todas tus cosas hagas comunes a tu sustento y a la necesidad de tu próximo, hasta que conozcas el bien y la grandeza que se encierra en la limosna (Quevedo, 1969 [1634]: 75-76 y 95).

Dijo, dando lugar al sentimiento

del grande Josüé, que llora y calla,

a persuasión del gozo y del contento

que en las amanecidas nieblas halla

(Quevedo, 1981a: 203).

podrás, por tu recreo y tu contento,

de paso, en las orillas

coger los caracoles, las conchillas

que, cuando el mar se altera,

suele arrojar, con el marisco, fuera

(Quevedo, 1981b [1635]: 506).

Muñoz Doña Oromasia, tú llegaste tarde,

que estoy desengañado de mollera,

y he visto la visión descasadera.

Soy cofrade del gusto y del contento

(Quevedo, 2011: 478).

Quevedo recurre a la autoridad de san Pedro Crisólogo en diferentes lugares de La cuna y la sepultura:

que nos aguijan los accidentes y parasismos. Oiga v. m. a San Pedro Crisólogo, cómo le anima, de qué manera le exhorta en el sermón XLIII [...] Yo le pido perdón, y ¿tú me quieres persuadir que Él me dará infierno? Yo digo con San Pedro Crisólogo, en el sermón 55, «Quomodo Pater» [...] esto, responderá San Pedro Crisólogo, Sermón II: «Qua spe? qua fiducia? qua spe? [...] yo confieso que muchas veces no he cenado ni comido, mas esto antes ha sido ahorro que ayuno, y miseria, que virtud. Porque como dice San Pedro Crisólogo: «Qui ieiunans prandium suum non erogat, sed deponit cupiditati probatur ieiunare, non Christo, quia parcitas ista quantum sicatur in corpore tantum tumescit in saculo» (Quevedo, 1969 [1634]: 116, 120, 121 y 128).

He localizado otra referencia en Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo:

Cierto es que el soberbio no se conoce. ¡Mirad qué podrá conocer quien no se conoce! Aprendió todo este discurso San Pedro Crisólogo de Cristo nuestro Señor cuando curó al ciego de nacimiento, que para darle vista le puso tierra sobre los ojos, con que viese, para que la viese, y se viese (Quevedo, 1985 [1651]: 136-137).

Asimismo, el autor de la Perinola utiliza la cita del padre de la Iglesia que leemos en La carta en Política de Dios, gobierno de Cristo:

San Pedro Crisólogo lo dijo en el Sermón de Lázaro (cuando para resucitar al muerto, que era el milagro, mandó a los Apóstoles que levantasen la losa). Estas son sus palabras: Inter divinas virtutes humanum Christus requirit auxilium. Entre las virtudes divinas requiere Cristo el auxilio humano (Quevedo, 1966 [1626]: 294).

A partir del escrutinio se puede certificar que la parte inicial del texto de la edición príncipe no es una interpolación, pues incluye elementos aparecidos en la obra de Francisco de Quevedo, como las referencias del Espíritu Santo, la imagen de la «dádiva de Dios», la recurrente estructura coordinada de la «paz (o sinónimos) y contento» o las citas del arzobispo de Rávena. Por ende, todo apunta a que H transmitió un texto que, aparte de contener lecciones deturpadas, trae una omisión al principio para nada desdeñable.

5. Conclusión

Del cotejo textual que hemos llevado a cabo se puede concluir que es el texto de la edición príncipe el que trae las lecciones genuinas y no el de H, texto base de la última edición aparecida de La carta de las calidades de un casamiento. H ofrece tres variantes de interés ­—concentradas en la parte final del texto— que podrían ser lecturas trivializadas («manga» y «baca») de las lecciones genuinas («nagua» y «jaca»), y un error de sustitución por atracción («Viñantes» por atracción de «Viñaderos»). Para el primer par, los avales de nuestra propuesta son el sentido textual del pasaje y la producción del polígrafo madrileño. En lo que respecta a la última lectura, me parece plausible la lección «Guiñarte», que reforzaría la fábula esópica a la que el autor alude, a mi juicio. Por otro lado, la amputación del comienzo de La carta en H —también ausente en los dos códices de la BMP— se debe a una omisión, dado que el fragmento inicial de la princeps presenta elementos comunes de la obra de Francisco de Quevedo.

Sirva nuestro estudio para reconsiderar, por tanto, la tradición textual de La carta de las calidades de un casamiento, cuyo texto más cercano a la voluntad del autor sería, a priori —y a la espera de la aparición de nuevos testimonios que pudieran abrir nuevos senderos—, el que trae la edición príncipe, estampada por Diego Díaz de la Carrera a costa de Tomás de Alfay en 1650.

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Recibido: 05/03/2023
Aceptado: 14/06/2023

De nuevo con La carta de las calidades de un casamiento de Francisco de Quevedo

Resumen: En este ensayo revisamos un pasaje de La carta de las calidades de un casamiento de Quevedo que presenta problemas textuales. Por un lado, tenemos las variantes de la versión de la carta aparecida en el MSS/20274/3 de la BNE, que Delphine Hermes (2014) utiliza como texto base de su edición. Por otro lado, tenemos las variantes de la edición príncipe. En la primera parte del artículo se ofrecen al lector unas notas sobre la tradición crítica de La carta y el motivo de la dueña en Quevedo. En la segunda parte, analizamos las lecciones conflictivas de ambos testimonios, y, después, examinamos un fragmento inicial que falta en el códice. A la luz del escrutinio se concluye que la editio princeps trae las lecturas genuinas.

Palabras clave: crítica textual, facecia, Quevedo, manuscrito, impreso.

Again with La carta de las calidades de un casamiento by Francisco de Quevedo

Abstract: In this paper we review a passage within La carta de las calidades de un casamiento, by Francisco Quevedo. On the one hand, we have the variants appeared in MSS/20274/3 of BNE, which Delphine Hermes (2014) follows. On the other hand, we have the lessons included in the princeps. In the first part of the article we offer some notes about the critical debate and the dueña’s motif in Quevedo’s literature. In the second part, we examine the variants of such testimonies. Then, we study an extract missing in the manuscript. We conclude that the editio princeps containts the genuine lessons.

Keywords: textual criticism, tale, Quevedo, manuscript, printed text.


1 Todas las obras en prosa de don Francisco de Quevedo y Villegas, por Diego Díaz de la Carrera, a costa de Tomás de Alfay, Madrid, 1650. Señala García Valdés: «Se añadió al volumen, después del colofón, junto con la Carta del viaje del rey nuestro señor a Andalucía» (1993: 117).

2 De ahora en adelante me referiré a este manuscrito con la sigla H.

3 Empleo la expresión «texto base» en el cuerpo del trabajo porque Hermes, en su introducción, aduce lo siguiente: «La base de esta edición procede de un manuscrito redactado por Sancho de Sandoval, vecino, amigo y gran lector de Quevedo». Luego habla —en referencia al mismo documento— de «manuscrito base». Véase Hermes (2014: 12 y 16). Habría que precisar que no se trata, en rigor, de un texto base (tampoco su edición es crítica). La estudiosa lo que hace es reproducir el texto de la Biblioteca Nacional de España, anotando a pie de página las variantes de otros testimonios.

4 Apunto aquí algunas otras, de mucho menor interés: Dote temporal] don temporal H; que no traiga para mí en solo] que no tenga con solo H; quiero lograr mi obediencia diciendo] por lograr mi obediencia, diré H; y si hoy soy algo] Yo soy algo H; de mi casa en la montaña] de una casa en la montaña H; siempre los referiré] siempre los referí H; diré cómo quiero que sea la mujer] diré cuál quiero que sea la mujer H; ponen en paz] pone en paz; H; Mas si hubiere] Mas si hubiese H; tristeza a los dos] tristeza a todos H; etc. (García Valdés, 1993: 460-467).

5 Modernizo —este y otros textos citados en el trabajo— respetando los usos gramaticales, morfológicos y sintácticos de la lengua del periodo. La cursiva es mía.

6 Ver Quevedo (2011: 281-317).

7 Como se ha visto, las dueñas solían estar al servicio de mujeres.

8 Cito un par de referencias de Quevedo a los viñaderos: «Júpiter, hecho de hieles, se desgañifaba poniendo los gritos en la tierra, porque ponerlos en el cielo, donde asiste, no era encarecimiento a propósito. Mandó que luego, a consejo, viniesen todos los dioses trompicando, cuando Marte, donquijote de las deidades, entró con sus armas y capacete y la insignia de viñadero enristrada echando chuzos, y a su lado el panarra de los dioses» (Quevedo, 1975 [1650]: 61-62); «Con un cañuto de sal / y en un pan unas sardinas, / presentaron la batalla / a un melonar y una viña. / Y en tanto que el viñadero / o se ausenta o se desvía / por amartelar los grumos, / cantaron esta letrilla» (Quevedo, 1981a: 1281). Las cursivas son mías.

9 García Valdés (1993: 467, n. 59) apunta que quizá sería mejor la lección «jaque». Como explico en el artículo, creo que se trata sencillamente de la variante femenina de la palabra.

10 Recalco los vocablos de mi interés en cursiva.

11 Véanse, a propósito de las jácaras de Quevedo, Carreira (2000 y 2014), Alonso Veloso (2005 y 2006), Marigno (2013, 2018 y 2019) o Fernández Mosquera (2019).

12 Para los cuentecillos en Quevedo, véase Chevalier (1976).

13 Este es el título completo que figura en la portada del impreso de la British Library con signatura C 63. k16. Conserva el texto que sigue la edición de Romero Lucas (2001).

14 En La vida y fábulas del Ysopo la facecia se incluye en un apartado que encabeza la rúbrica «Aquí comienzan las fábulas y colectas de Alfonso de Pogio y de otros en la forma siguiente». Este «Alfonso de Pogio» no existe. El editor, al transcribir y modernizar el texto, debió haber incluido una coma después de «Alfonso». La rúbrica, por tanto, debería leerse así: «fábulas y colectas de Alfonso, de Pogio y de otros...». «Alfonso» es Pedro Alfonso, autor del famosísimo compendio de exempla titulado Disciplina clericalis (siglo xii). «Pogio» se identifica, como señalo en el cuerpo del trabajo, con Poggio Bracciolini, autor de las Facezie (1470). Véase Fradejas Lebrero (1988). Lacarra (2017) analiza detenidamente la tradición textual de las fábulas esópicas en catalán, impresas por primera vez en Barcelona (1550, taller de Joan Carles Amorós). En la edición Faules de Ysop philosoj moral preclarissim y de altres famosos autors: historiades y de nou corregides... (1612) «se suprimen numerosos relatos del apartado denominado Colectas. Esta sección recogía algunas historias de adulterio de Pedro Alfonso y de Poggio Branciolini, que ahora se eliminan [...] En total faltan estos 12 relatos, cuyos contenidos permiten deducir que fueron razones morales las que llevaron a eliminarlos» (Lacarra, 2017: 233-234). En la lista que da la erudita, aparece nuestra fábula.

15 Tomo el texto de la edición de Romero Lucas (2001, s.p.), disponible en <https://parnaseo.uv.es/Lemir/Textos/Ysopo/indexpar.html>.

16 Ms. 137, f. 51 y Ms. 136, ff. 108-111.

* El presente trabajo se inscribe en el proyecto CLEMIT («Censuras y licencias en manuscritos e impresos teatrales»), dirigido por Héctor Urzáiz Tortajada y financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2019-104045GB-C52). También se beneficia de una ayuda predoctoral de la Universidad de Valladolid cofinanciada por el Banco Santander. Quiero mostrar mi gratitud a los revisores por sus oportunas notas.

Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 459-479, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.022